En Costa Rica, contrario a casi todas las democracias, el presupuesto nacional dista mucho de ser un real instrumento de política pública. No es un plan estructurado desde las prioridades que el Ejecutivo presenta a la Asamblea y esta aprueba, enmienda o rechaza, para llegar así a una ruta compartida. Más bien, se asemeja a un crucigrama con la mayoría de sus cuadrículas ya ocupadas y solo unas pocas libres para trazar rutas estratégicas o atender necesidades coyunturales.
Los cuadritos ya llenos se llaman transferencias fijadas por la Constitución y las leyes, normas salariales inmutables, aunque ya están cambiando, y servicio de la deuda pública. En conjunto anudan más del 90 % de los recursos. Lo que queda para alimentar una verdadera gestión política razonada es muy poco relevante.
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El problema lo han señalado tanto Rocío Aguilar, cuando era contralora, como su sucesora, Marta Acosta. Lo han planteado casi todos los presidentes y ministros de Hacienda, legisladores, economistas, juristas y politólogos. El martes lo recordó la diputada Silvia Hernández, presidenta de la comisión de Hacendarios, al sugerir, aunque sin fecha, una discusión “sobre la rigidez del presupuesto y las asignaciones constitucionales”.
La deuda es producto del descontrol fiscal. La rigidez de las asignaciones presupuestarias, en particular las transferencias, responde a razones más complejas. Una se justifica: el blindaje de algunas instituciones clave contra el manoseo político. Otras no: los intereses burocráticos que buscan asegurarse tajadas eternas, la visión sectorial que los acompaña y la vanidad política que los alimenta.
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Uno de los pocos impactos positivos de esta emergencia ha sido desnudar estas distorsiones talladas en piedra, y decirnos que, ante las realidades tan cambiantes del país y el mundo, los objetivos y medios de la acción pública deben revisarse sin pausa, en función de cómo evoluciona la población, qué nuevas necesidades surgen, qué oportunidades se abren o cuál debe ser la escala de prioridades más oportuna. Todo esto depende de una reingeniería presupuestaria —legal y constitucional— de gran envergadura. No sé si estaremos listos, pero, aunque “una golondrina no hace verano”, el recordatorio de la diputada Hernández es bienvenido. Si no ahora, ¿cuándo?
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