Hasta hace unas semanas no sabía de la existencia de un club de adictos a juntarse para conversar sobre temas de su más arbitraria ocurrencia, a condición de que sus miembros no sean entendidos en ellos pero interesen de alguna manera a su experiencia ordinaria de vida.
Me explicaron que la composición del grupo está sujeta a escasos requisitos de afinidad, un tanto imprecisos. Usted entiende, me dijeron; hueles según lo que comes, y en espacios cerrados todo sale por los poros.
Agregaron, guiñando un ojo y citando no recuerdo a quién, que a fin de cuentas el club era una excusa tan buena como otra cualquiera para eso que llaman socializar, hablar un poco y escuchar otro poco fuera de casa, con la ventaja añadida de que la conversación es efímera, y, de paso, inmejorable ocasión para acercar unas botellas y bebérselas en compañía de personas que sepan que no hay que ponerle cubitos al vino.
Una regla del club es que dado el caso de que alguno tenga versación en el tema por concernir a su profesión o su oficio, o por cualquier otro motivo pertinente, el colectivo le permite estar presente en la conversación, pero no participar en ella. En cambio, escogido un tema para la ocasión, se invita a un extraño, al que se le atribuyen conocimientos específicos en la materia, a sumarse al palique, en paridad de condiciones y sin pretensiones didácticas.
El asunto que el club se traía entre manos por esos días era esta pregunta: “¿Por qué se equivocan los abogados?”. A pesar de mis escrúpulos, que me aconsejaban no ceder a la tentación de aceptar la propuesta para acudir a conversar, pudo más mi curiosidad y mi flaqueza: mi debilidad es el voluntariado, y esto se le parecía. Así que fui.
Cuando me llegó el turno de opinar, pregunté: ¿Se equivocan los abogados? Ustedes lo dan por descontado. Supongamos que todos lo hacen a veces, lo mismo que la generalidad de los profesionales que tratamos.
Un médico ilustre, por ejemplo, decía de sí mismo que es inevitable que uno acabe cometiendo errores no obstante el mandato hipocrático “ante todo, no hagas daño”… pero sin proponérselo. ¿En qué consiste equivocarse?
Me di cuenta de que si seguía por ahí conseguiría enredarlos. No dije nada más; confundido, volví a casa.
Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal.