Según testimonios literarios, una ola de espiritismo anegó al mundo occidental “culto” entre fines del siglo XIX y principios del XX. Un autor contemporáneo describe ese fenómeno como “una respuesta a la creciente imposibilidad de abarcar el mundo, a la mediatización y la rutina de las relaciones sociales, al predominio de una ciencias de la naturaleza y de la ingeniería que se especializaban y se volvían autónomas, y a la disolución de los valores sociales y religiosos”. Curiosamente, si hoy examinamos los títulos más visibles en las librerías à la mode, terminamos creyendo que la situación no ha cambiado desde entonces, que en la cultura occidental persiste la misma avidez por las explicaciones mágicas, pero esta vez no solo aplicables a lo que acontece en el más allá, sino también a lo que nos espera en el más acá. Por añadidura, sospechamos que hay un deseo de que la ciencia nos dulcifique ese futuro sin exigirnos demasiado a cambio.
No es, pues, de extrañar que se recurra hoy, para distraernos de la dura realidad, al espiritismo y a la ciencia ficción. El primero, como medio para “conocer” sobre los destinos individuales después de la muerte, y la segunda como medio para predecir las portentosas hazañas que esperamos de la especie humana antes de su extinción. En suma, vienen en el mismo envoltorio los misteriosos golpes en la mesa que, según Adorno, anuncian “los saludos de la abuela fallecida junto a la profecía de algún viaje inminente”, y el fácil optimismo que promueven los medios al informar de los, a veces absurdos, artilugios técnicos supuestamente llamados a resolverle a la humanidad unos problemas de supervivencia que ella misma se ha creado.
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Por nuestra parte, no estamos seguros de que la ciencia tenga el poder de rescatarnos de un eventual diluvio, pero en materia de espiritismo tuvimos una sola y accidental experiencia. Cierta noche, mucho antes de la invención del Waze, nos extraviamos en un barrio escazuceño y, creyendo haber llegado a la dirección que buscábamos, invadimos atolondradamente una vivienda en la que tenía lugar una sesión espiritista. La puerta estaba abierta, posiblemente para facilitar el acceso a los incorpóreos convocados, circunstancia que, nos tememos, provocó un embarazoso malentendido a propósito de nuestra procedencia.
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