Al llegar la independencia, Costa Rica era el Estado más pequeño y pobre de la unión centroamericana. La situación empezó a cambiar en el último tercio del siglo XIX con el ferrocarril y el cultivo del café y el banano, impulsados por las políticas liberales.
Producir el postre del mundo desarrollado y comprar los productos industriales que beneficiaban a los grandes exportadores y comerciantes encontró sus límites en la crisis de los años treinta.
El estado de bienestar en los cincuenta y sesenta abrió caminos de penetración, diversificó la agricultura, renovó cafetales e incluyó al campesinado a la economía mercantil, lo cual elevó su nivel de vida, educación y cultura.
Lo anterior se reflejó en un crecimiento del producto interno bruto (PIB), que después de un estancamiento, durante la crisis de los ochenta, volvió a elevarse aunque de forma desigual y excluyente.
El PIB per cápita nacional hoy se distingue en el continente: en el 2018, fue $11.510, el quinto lugar en Latinoamérica después de Uruguay, que registra $15.650. En Chile es $14.670; en Panamá, $14.370; y en Argentina, $12.370.
¿Cómo dejamos atrás a los otrora países más ricos de la región, como Guatemala y El Salvador, y nos elevamos incluso por encima de potencias regionales como México cuyo PIB per cápita era $9.180; Brasil, con $9.140; Perú, con $6.350; y Colombia, con $6.190? De hecho, en el Istmo, solo Panamá, emporio financiero y dueño del canal, nos ha superado en este siglo.
Progreso nacional. Sobre las causas de la singularidad costarricense se han escrito muchas cosas e idealizado la supresión del ejército o la aprobación de las garantías sociales. Han sobrado, sobre todo en el siglo XX, aseveraciones racistas, que le atribuyen a la herencia europea un carácter determinante en el progreso nacional.
Las realidades sociales son complejas, y atribuirle a un factor un carácter determinante es una simplificación engañosa; no obstante, existen elementos cuyo peso puede tener más relevancia que otros, y yo voy a señalar uno que, según mi criterio, no ha sido adecuadamente ponderado.
Los costarricenses somos parcialmente diferentes a otros países de la región porque tuvimos que aprender a respetar el trabajo y producir compitiendo en el mercado internacional, al mismo tiempo que organizábamos nuestras comunidades.
Mientras en otras naciones latinoamericanas las élites se enriquecían a punta del trabajo de los indígenas, a través de las encomiendas o de los esclavos de las plantaciones, llevando a cabo grandes obras públicas y privadas, nosotros tuvimos que trabajar fuertemente produciendo las parcelas y haciendo los caminos y la infraestructura básica.
No se trata de retomar aquí la tesis de la democracia rural, según la cual todos los costarricenses éramos “igualiticos” porque en nuestro país existieron diferencias sociales de gran magnitud entre los gamonales y los agricultores.
Se trata de destacar la diferencia abismal entre el gamonalismo local, acostumbrado al trabajo, y el comercio, emparentado con el campesinado, y las oligarquías guatemalteca o mexicana que rehuían el trabajo físico porque se consideraba por encima de sus siervos.
La mayor población indígena más avanzada de nuestro país, que se encontraba en Nicoya, fue exportada a las minas de Perú y Bolivia.
Espíritu de libertad. Las pocas encomiendas que se crearon fueron con indígenas que desconocían la esclavitud, que desertaban o incluso ahorcaban a los recién nacidos para que no vivieran en servidumbre.
Por tal razón, en Cartago, no existieron riquezas personales y casonas señoriales como en Antigua, Guatemala, y otras capitales coloniales. En este contexto, la vida en la colonia era muy frugal y se carecía hasta de vestidos adecuados para ir a la iglesia.
Los relatos de esa época hablan de gobernadores que sembraban sus huertos para poder comer porque no había mercados. Los vecinos, incluso, se prestaban la ropa después de cada misa para que todos asistieran a la iglesia dignamente.
La situación mejoró con la llegada del cultivo del café, producto que exige muchas horas de atención y cuidado de la familia, y mantener una infraestructura básica que estaba a cargo de las comunidades organizadas, dada la debilidad del Estado.
La cuidadosa gestión productiva demandada por el café y la organización de las comunidades para las obras colectivas fue creando una capacidad empresarial y de gestión ciudadanas cuyas repercusiones en el sistema político y social pronto impulsaron vías de participación democrática y espacios de innovación.
La gran diferencia. Mientras las élites del resto de Latinoamérica vivían en el lujo, producto del trabajo de los siervos y esclavos en las minas y plantaciones, que marcaron su relación con el trabajo físico como un castigo de Dios, como lo expresa la conocida canción El negrito del batey, nuestro pueblo, en cambio, aprendió a trabajar y a valorar el esfuerzo personal, y a ponderar, en un país pequeño y débil militarmente, el valor de la posición geopolítica y comercial del país.
No participó en proyectos mesiánicos basados en las vanidades y ambiciones de caudillos regionales, pero supo organizarse y hacer alianzas eficaces frente a la amenaza de los filibusteros.
La colonia, en los países con grandes poblaciones indígenas o de esclavos, no solo menospreció el trabajo, sino que también incubó el racismo, el cual ha impedido, hasta la fecha, una adecuada integración de nuestro continente.
Nuestro país, aunque en menor escala, por su tipo de desarrollo basado en el trabajo personal, no ha estado libre del virus de la herencia colonial.
Costa Rica es un país sui generis, poseedor de grandes fortalezas en su tejido social, que entra, sin embargo, en las crecientes turbulencias del cambio tecnológico e institucional del siglo XXI con debilidades que lo vuelven muy vulnerable por el desequilibrio del tejido social.
Una situación nueva que demanda un salto cualitativo: por una parte, la superación del patrimonialismo y el clientelismo tradicionales, y, por otra, una reafirmación de nuestros intereses geocomerciales manteniendo la neutralidad en el conflicto entre Trump y China, que nos permita enfrentar con éxito el avance del narcotráfico.
El autor es sociólogo.