Llega un momento en que se debe pagar la factura. Costa Rica ha respetado los derechos a la protesta, a la huelga y a toda manifestación de malestar de algunos empleados públicos. Muchas de sus pretensiones a lo largo de, cuando menos, tres décadas derivaron en el déficit fiscal y, por ende, en la Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas.
Estamos en quiebra no precisamente porque se ha invertido en supercarreteras ni por equipar los centros educativos como los del primer mundo o por tener centros de cuidado de niños para ayudar a las jefas de hogar. Costa Rica está sobregirada por los privilegios pagados a los empleados públicos, por las pensiones de lujo, el desperdicio en obras mal diseñadas y la corrupción.
Pero el grupito radicalizado en defensa de sus grasosos salarios pasó el Rubicón y alea jacta est: palabras altisonantes contra el presidente, amenazas de golpe de Estado en las redes sociales, sabotaje en el oleoducto por parte de un empleado de mantenimiento de la Refinadora Costarricense de Petróleo (Recope) para interrumpir la descarga de gas GLP desde un barco —lo cual pudo causar una tragedia—, lanzamiento de una moneda contra el vehículo del mandatario mientras la turba de educadores y otros más gritaban los más variados epítetos, imposibles de publicar en este medio de comunicación.
Cosas nunca antes vistas. En los últimos 20 años, hemos oído de dos granadas de fragmentación localizadas en las inmediaciones de la residencia del entonces presidente; otra granada de fragmentación en el cielorraso del edificio del Ministerio de Economía, Industria y Comercio (MEIC), situado frente a la librería Lehmann, en la avenida central, con poder destructivo, pero no llegó a detonar; la llamada de un borrachito al 911 para informar de la colocación de un artefacto explosivo porque estaba alegre y con ánimo de bromear; dos cartuchos de dinamita, con mecha y detonante, en un estañón de basura, a 100 metros del parque de Cañas, contiguo a las oficinas del Banco Nacional; sin embargo, viendo que el gobierno actual ha mantenido medianamente los pies sobre la tierra, y no ha cedido en todo (solo en la mitad), desesperada, una "maestra", enferma de coprolalia, adoctrina, según dice el audio recién circulado en las redes sociales, a sus estudiantes. Mentes ingenuas frente a una figura de gran poder. ¿Con qué argumentos van a debatirla los niños?
Terrorismo puro y duro. Pero hay más. Una mínima facción desequilibrada subió un escalafón: los actos de terrorismo perpetrados contra una diputada y contra canal 7 nos han despertado a la realidad. De aquí en adelante, el país es uno más donde, mutatis mutandis, hay terroristas.
De acuerdo con una definición dada por un panel de expertos de la Organización de las Naciones Unidas: el terrorismo es “cualquier acto destinado a causar la muerte o lesiones corporales graves a un civil o un no combatiente cuando el propósito de dicho acto, por su naturaleza o contexto, sea intimidar a una población u obligar a un gobierno o a una organización internacional a realizar un acto o abstenerse de hacerlo”.
Según la acepción dos en el Diccionario de la Real Academia Española, es la sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror.
¿Quién no se siente intimidado o aterrorizado hoy hasta por ciertos estudiantes? Por tanto, esa minúscula parte radicalizada de los protestantes callejeros calza en la definición. Y cuando se trata de terroristas: uno, no se negocia con ellos y, dos, se les castiga con todo el peso de la ley.
Ya una sucursal de La Nación en Heredia y canal 7 habían sido blanco de disparos en el 2006, en aquel momento por un supuesto traficante de armas y, como señalamos en el editorial de ayer, el 13 de junio pasado Albino Vargas convocó para quemar periódicos enfrente de las oficinas centrales de este medio, en Llorente de Tibás.
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Mitomanía. El franco deterioro de la comprensión de un derecho se ilustra cuando un grupúsculo de estudiantes fue capaz de cosas inimaginables, y desinformados cayeron en el garlito de Vargas, un mitómano porque no defiende al pueblo: 4,7 millones siguen sus vidas, trabajan, pagan los viejos y los nuevos impuestos, buscan empleo o van al parque.
Ese es el pueblo pacífico, el costarricense sobre cuyas espaldas está el pago de la planilla de quienes envalentonados en las calles han abandonado sus deberes, y ahora aspiran, además, a legislar mediante la huelga política.
De los diputados depende salvar al país del devorador Kraken en que se ha convertido la camarilla violadora de los derechos de la mayoría y, de la Policía, identificar y detener a los terroristas para desraizarlos de una vez por todas.
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Guiselly Mora es editora de Opinión de La Nación.