Descontrol, corrupción y un sistema educativo de mala calidad tienen sumidos hoy a 328.848 hogares en la pobreza y a 99.034 en la miseria, lo cual representa el 21,1 % de la población nacional.
La tragedia es superlativa para los 86.500 menores de entre 15 y 24 años, es decir, los nacidos entre 1995 y el 2004, que entraron a la escuela entre el 2001 y el 2010, respectivamente, porque no encuentran trabajo. El 56 % de ellos no tiene secundaria, el 30,3 % concluyó el colegio, pero no continuó los estudios superiores, y el 13,2 % solo terminó la primaria o la abandonó antes.
El país no preparó a esa generación para enfrentar las demandas del futuro, a pesar de la llegada de Intel a Costa Rica en 1997, de la cual se extrajo la lección que debió marcar el rumbo: los próximos años estarían signados por la necesidad de dominar nuevas tecnologías y hablar un segundo idioma. Quienes lo vieron venir, callaron y son cómplices de la vergüenza nacional de tener estudiantes protestando contra un ministro, las pruebas FARO, los “baños neutros” y la educación dual. ¡La educación dual! La que les proveerá experiencia para trabajar y seguir estudiando una, dos, tres carreras… ¡Oh, cerebros infantiles!
Los encargados de las políticas públicas hicieron la vista gorda o, maquiavélicamente, creyeron más conveniente mantener “el pueblo amoroso del látigo embrutecedor”. Vivimos, por tanto, la era del desconocimiento.
Corea del Sur y Singapur previeron las necesidades del siglo XXI, y, aunque mucho se les puede criticar sobre cómo lo consiguieron, ocupan los primeros lugares en las pruebas del Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes (PISA, por sus siglas en inglés). Modelos han sobrado, pero el temor a perder cotos de caza ha impedido a Costa Rica instaurar uno acorde con los desafíos de hoy.
Desperdicio de recursos. Para nadie es un secreto: por la corrupción, construir una carretera no toma años sino décadas, las listas de espera en los hospitales solo se pueden explicar cuando se compara el rendimiento con los centros de salud privados. Una obra pública planificada por un monto termina en otro mayor por los salarios inflados artificialmente mediante convenciones colectivas, el Estado está en quiebra, los pasajes de los buses cuestan un 40 % más de lo debido y así hasta el infinito y más allá, como diría el sabio Buzz Lightyear.
La corrupción es de la larga data: a Juanito Mora, después de la Campaña Nacional, de acuerdo con la investigación de Carmen María Fallas, para que saliera de deudas en Londres, el Congreso le aumentó el salario en un porcentaje escandaloso; a finales del siglo XIX se dijo que Tomás Guardia se había apropiado supuestamente de 160.000 libras esterlinas destinadas a financiar las promociones de la construcción del ferrocarril al Atlántico. De los confites ni hablemos.
La historia siguió su curso y con ella los escándalos han estallado cada cierto tiempo como flores del mal, para volver a Baudelaire.
Pero ¿no es esta la peor injusticia de todas?: “Ustedes podrían erradicar toda la pobreza y no lo están haciendo”, concluyó Samuel Morley, exfuncionario del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), después de realizar un estudio sobre la labor social del gobierno de Costa Rica en el 2000. Hace 19 años se sabía, con datos fidedignos, que el dinero no llegaba a los más vulnerables. Para entender qué pasó, debemos retroceder en el tiempo, unos años atrás.
El agujero negro. Pocos meses después de asumir el cargo Miguel Ángel Rodríguez, en octubre de 1998, una auditoría solicitada por el presidente ejecutivo del Instituto de Vivienda y Urbanismo (INVU) determinó la existencia de un agujero negro nacional, succionador de las ayudas que debían ir a la población en condiciones de pobreza.
Con recursos del Fodesaf se financiaron casas de clase media a empleados del INVU o se pagaron deudas por viviendas de personas con otras propiedades a su nombre. Se gastaron ¢1.420 millones entre 1995 y 1998.
Dichas casas tenían tinas de baño, pisos de cerámica, cielorrasos artesonados y loza de calidad. Uno de los beneficiarios tenía dos propiedades más.
Con recursos del programa, se cancelaron deudas de empleados y exfuncionarios de Acueductos y Alcantarillados. También se les prestó para mejoras en las casas, gastos escolares y otros asuntos personales.
Para la construcción del mercado del Paso de la Vaca se tomaron de Fodesaf ¢50 millones, según la comisión legislativa especial conformada para investigar el manejo de los aportes al Fondo.
En mayo de 1999, la Contraloría reveló ante el Ministerio Público contratos por servicios ficticios, para liquidar gastos de inscripción de escrituras no requeridas y contrataciones ilegales. Los pagos fueron hechos entre mayo de 1996 y junio de 1998.
También el IDA tuvo su alta cuota de participación, pues adquirió tierras no aptas para construir viviendas. Además, las compró sobrevaloradas y los terrenos medían menos de lo reportado. Ahí se fue otro tanto de Fodesaf.
Entre 1997 y 1998, el puesto de bolsa América Capitales recibió ¢17.000 millones de Fodesaf, de los cuales quedó un faltante de unos ¢1.387 millones.
El 25 de octubre de 1999, la gerenta del puesto fue condenada a 16 años de prisión por el desvío del dinero. Su asesor financiero y el extesorero de Fodesaf, a ocho y diez años, respectivamente. La Fiscalía demostró que entre enero de 1997 y marzo de 1998 desviaron el dinero a sociedades y particulares para financiar campañas políticas locales.
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El Tribunal de Ética y Disciplina del Partido Liberación Nacional exoneró al expresidente José María Figueres, a su ministro de Trabajo Farid Ayales Esna y a su vicepresidenta Rebeca Grynspan de toda responsabilidad por su relación con el escándalo.
Después de este bacanal con recursos de los pobres, se aprobaron varias leyes para desgranar los recursos de Fodesaf: para el deporte, el IAFA, el Centro Nacional de Desarrollo de la Mujer y la Familia, reconversión productiva, programas para enfrentar el sida, ayudar al adulto mayor y hogares escuela.
Planes para erradicar la pobreza han sobrado: Miguel Ángel Rodríguez planteó el Plan de Solidaridad, Abel Pacheco llegó a la presidencia “con un compromiso prioritario: sacar de la pobreza a ese veinte por ciento de compatriotas que a pesar de todos los esfuerzos aún no han logrado disfrutar del beneficio del bienestar y el desarrollo”.
Pero Pablo Sauma, investigador de la Universidad de Costa Rica, también lo dijo a finales de la década de los noventa: “El problema no es de fondos, sino de cómo se manejan”.
Dinero no ha faltado. En 1997, un total de 140.821 hogares (450.000 personas) sobrevivían con ingresos promedio mensuales de ¢26.343. La canasta básica costaba ¢33.508. Fodesaf tenía en su presupuesto ¢35.000 mensuales para cada familia pobre. No se necesita ser Aurelio Ángel Baldor de la Vega para concluir que si el dinero aportado por patronos y trabajadores hubiera cumplido su fin, La Nación no habría titulado la semana pasada “¢55.000 millones al año en ayuda social se van a personas sin necesidad económica” porque el combate de la pobreza sería un cuento de finales del siglo pasado.
Si a esa ayuda se le hubiera sumado un sistema educativo bilingüe, fortalecido en tecnología, como indicaba la llegada de Intel, así como en ciencias y matemáticas, Costa Rica tampoco pasaría la vergüenza de ser el país con la inversión más alta en educación, pero cuyos estudiantes ocupan los últimos lugares en la pruebas PISA o, lo que es peor, la mayoría de los alumnos no se gradúan de secundaria o no ingresan a la universidad porque su deficiente preparación les ha impedido aprobar los exámenes de bachillerato.
La educación dual es una segunda oportunidad, muy prometedora. Más visionario sería incorporar a los niños al sistema educativo desde los tres años, como hizo Francia a partir de este 2019.
Pero de nada sirven más de 15 años en aulas maltrechas si la calidad del profesorado sigue como hasta ahora, sin evaluaciones reales, sin refrescamiento de conocimientos, sin conciencia de la misión educativa. Sería como poner vino nuevo en odres viejos.
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Guiselly Mora es editora de Opinión de La Nación.