BERLÍN– El año todavía es joven, pero su significación histórica ya está clara. Al menos en lo que respecta a Occidente, los sucesos en los meses venideros tendrán un impacto abrumador y decisivo sobre el futuro.
El momento de la verdad vendrá el 3 de noviembre del 2020, cuando los estadounidenses elijan a su próximo presidente.
Es evidente, las elecciones presidenciales en Estados Unidos siempre han sido significativas para el planeta porque determinan quién dirigirá el país más poderoso del mundo durante los cuatro años siguientes.
Pero esta vez es mucho más lo que está en juego. La reelección del presidente Donald Trump podría marcar el fin del orden liberal mundial y los sistemas de alianzas que Estados Unidos ha promovido desde la década de 1940.
Apartándose de la tradición estadounidense de liderazgo global, Trump prefiere un nacionalismo miope y ha mostrado pocas limitaciones a la hora de socavar la democracia de su país, no en menor medida al cuestionar la separación de poderes y otras instituciones cruciales.
Si Trump gana en noviembre, tendrá todo un mandato de cuatro años para causar estragos. El resultado se ajustará a la descripción que dio en su discurso inaugural: una carnicería en todo el país.
No nos equivoquemos: es muy distinto el que Trump esté en la Casa Blanca ocho años en vez de cuatro. Además de los estadounidenses, los europeos seríamos los primeros en sentir las consecuencias de un segundo mandato.
El hecho es que Europa sigue dependiendo casi existencialmente de los Estados Unidos, tanto en lo económico como en su seguridad.
Es una herencia del siglo veinte, con sus guerras mundiales y su larga Guerra Fría, realidades históricas profundamente arraigadas que no se pueden revertir con facilidad ni rapidez. Trump ya ha obligado a Europa a buscar su propia soberanía, pero ese fin no puede lograrse de un modo fácil ni barato.
Cuando fue elegido en el 2016, la noticia tomó por sorpresa a casi todo el mundo, dentro y fuera de los Estados Unidos. En el 2020, nadie volverá a cometer tal error. Pero tampoco nadie puede aducir que no sabe lo que estamos recibiendo con Trump. Puede que el magnate sea infiel con la verdad, pero en general ha cumplido sus promesas de campaña.
Habiendo dicho eso, se equivocaría quien pensara que se podría esperar meramente otros cuatro años de lo mismo. Si Trump es reelegido, lo más probable es que se comporte de manera incluso más radical y sin limitaciones.
Se habrá convencido de ser “el elegido”, tras haber resistido los pérfidos ataques de la oposición, el viejo sistema, los medios de comunicación y “el estado profundo”. ¿Quién quedaría para detenerlo o por lo menos intentar corregir su rumbo?
Con todas las desastrosas implicaciones que tendría, la idea de un “segundo mandato de Trump” no ha hecho que la Unión Europea salga de su frustrante hábito de seguir haciendo negocios como siempre.
Los funcionarios de la Unión Europea están en negociaciones de los términos del presupuesto de €1 millón de billones para los próximos siete años del bloque.
Parte de esta tarea implica una nueva batalla por la asignación de fondos regionales y de la Política Agrícola Común (PAC) tras la materialización del brexit.
La presidencia de Trump ha sido un factor ínfimo en esas gestiones. Y aunque para una estrategia de soberanía europea necesariamente habría que hacer nuevos compromisos financieros, ese asunto en particular apenas ha aparecido en la mesa.
En lugar de ello, en el interior del Consejo Europeo han prevalecido los intereses nacionales cortoplacistas. Como si en los últimos tres años el mundo no hubiera cambiado en lo fundamental.
Habría cabido pensar que las prioridades de los gobernantes europeos se ajustarían a la presidencia de Trump, el surgimiento de China como potencia global, la apuesta de Rusia al poderío militar y al rearme, y al ascenso de la economía digital.
Pero no: el regateo interesado domina la agenda en Bruselas y las capitales nacionales de Europa (que siempre han desempeñado un papel fundamental en la gobernanza de la Unión Europea).
El pensamiento estratégico y un sentido de responsabilidad histórica son, a lo sumo, ideas que se dejan para el final.
Lo peor es que este estado de cosas persiste a pesar del hecho de que hoy no hay un tema más importante para Europa que las elecciones presidenciales en Estados Unidos.
Los europeos debiéramos estar preparándonos para el peor escenario. La pregunta clave, para Europa y Occidente en términos más generales, es si la OTAN podrá sobrevivir a un segundo mandato de Trump. Si la OTAN dejara de existir, repentinamente Europa y la región del Atlántico Norte se enfrentarían a una enorme crisis de seguridad.
De hecho, sin el vínculo transatlántico que brinda la alianza, apenas podríamos hablar de “Occidente”. Y, ciertamente, Europa no sería capaz de manejar su propia seguridad.
En Bruselas, pero en particular en el Consejo Europeo, la agenda principal debería reflejar el hecho de que las bases estratégicas del siglo veintiuno se están sentando ahora, en estos mismos momentos.
Hay muchísimo más en juego que el resultado de las próximas elecciones en cualquier país europeo específico. Lejos de poner en duda la necesidad de los fondos regionales y de la CAP.
Pero, con el debido respeto por los frugales aportadores netos y los países destinatarios más pobres que dependen de estos desembolsos, simplemente hay asuntos mayores que es necesario abordar.
La propia seguridad y soberanía de Europa están en peligro. La Unión debe preguntarse si está preparada para hacer lo que sea necesario para seguir siendo un actor independiente y unido en el interés común de todos los europeos. De lo contrario, su viabilidad como entidad democrática y soberana en control de su propio destino se verá cuestionada (y, en consecuencia, se pondrá a prueba) como nunca antes.
Joschka Fischer: ministro de Relaciones Exteriores y vicecanciller de Alemania entre 1998 y 2005, fue líder del Partido Verde alemán durante casi 20 años.
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