Vivimos dentro de una logosfera. Flotamos en un océano de palabras, como embriones suspensos en su líquido amniótico.
Estas palabras tienen un inmenso poder modelador sobre nuestra percepción de la realidad. Más aún: la fundan, la instauran. Las cosas serán aquello que queramos que sean, según los términos que usemos para designarlas.
Por eso, no creo en la sinonimia, o mejor dicho, pienso que la sinónima es una mera ficción lingüística. En efecto, hay palabras que significan lo mismo (que “hacen signo” hacia lo mismo), pero no hay dos vocablos en el mundo que evoquen, convoquen, denoten y connoten las mismas imágenes.
Consideremos dos “sinónimos” de la lengua inglesa: cemetery y graveyard. La primera palabra evoca tan solo un depósito de cemento, así de burdo, de plano, de explícito, de unívoco, de carente de matices. La segunda —que significa, pero no connota ni denota lo mismo— es una espléndida antinomia: ¡Un jardín de tumbas!
La flor, el símbolo por antonomasia de la vida y la primavera, del cíclico reverdecer de la naturaleza, aunado a la noción de muerte, que se ve, gracias a ella, melificada y poetizada. Es un matiz que no escapará jamás a un buen poeta.
Hablar de un graveyard es proponer una aporía, un oxímoron: un jardín donde lo que brotan son tumbas… pero jardín al fin. Por eso, Cocteau y Ortega y Gasset —coincidiendo exactamente en sus apreciaciones— definían la poesía como “una aritmética superior de las metáforas”.
La poesía concebida como ciencia exacta: para cada instante, hay una sola palabra idónea, perfecta, le mot juste, y es el rigurosísimo trabajo del poeta encontrarla. Luego, habrá muchas que son quizás aceptables, pero la palabra imperfectible, la única en el universo que podía ocupar su lugar en el verso —unidad semántica básica del poema— esa solo es una: es el terrible, pero fascinante trabajo del poeta encontrarla.
Digan El amante de lady Chatterley (la incendiaria novela de D. H. Lawrence, objeto de mil adaptaciones cinematográficas, cada una peor que la anterior). Amante: ¡Ah, palabra prestigiosa que exuda sensualidad, transgresión, peligro, emoción, marejadas de oxitocina, sunamis de endorfinas, cataratas de adrenalina, inundaciones de dopamina! Pero seamos perversos y cambiemos el término: El novio de lady Chatterley, carece por completo del componente pecaminoso y deliciosamente culpable de la palabra “amante”.
Sigamos para abajo y propongamos El querido de lady Chatterley: la noción es vulgar, ordinaria, antipoética. Bajemos más todavía: El querendengue de lady Chatterley: es un neologismo y un barbarismo de una ordinariez atroz. Pero aún hay espacio en nuestro descenso semántico de lo sublime a lo abyecto: El cabro de lady Chatterley: ostensiblemente una pachucada, un término peyorativo, degradante, que solo encontraríamos en el contexto de un sociolecto popular de muy bajo rango. Continuemos el descenso: El chulo de lady Chatterley: aquí la palabra no solo sugiere abyección y depravación, sino el carácter parasitario del amante con respecto a su huésped: la infortunada lady Chatterley. Podemos también hablar de El concubino de lady Chatterley: nuevamente, la palabra ‘concubino’ huele a ácido sulfúrico y azufre, a pecado, a severa sanción social, a cohabitación indecente e inmoral.
Tectónicas resonancias. A todo esto, recordemos que lo que la heroína vive con el jardinero, cazador, leñador, degollador de cerdos y cuidador de gallinas, es un affaire. ¡Cielo santo: he ahí otra palabra llena de glamur, de tectónicas resonancias, un auténtico vórtice de las pasiones, a lo Francesca da Rimini y Paolo Malatesta, condenados por Dante al círculo de los lujurientos porque cedieron al clamor de la carne mientras leían un libro juntos.
Pero desglamoricemos la palabra affaire, que también disfruta de un estatus transgresivo, de un matiz aventurero, audaz, y del hipnotizante aroma de lo prohibido. ¿Qué tal si denominamos la transacción erótica entre lady Chatterley y Mellors como un mero adulterio? Porque, en realidad, amigos, eso es lo que es. La señora, poniéndole los cuernos a su pobre esposo, Clifford Chatterley, fornica regularmente en la cabaña de Mellors.
Mellors es un peón al que probablemente le apesten las axilas, que huele a sangre de cerdo coagulada o a cadáveres de diversos animales abatidos a tiros y hachazos. Pero resulta que la señora de marras quiere degradarse, ser vejada, ensuciada, pervertida, se refocila con este rupestre y primario individuo, engañando a su esposo, confinado a una silla de ruedas y paralizado desde la cintura hasta los pies después de haber sido herido en la Primera Guerra Mundial.
Un héroe condecorado vale menos que un destripador de cerdos para la señora Chatterley. Cambiemos la palabra affaire por fornicación, deslealtad, infidelidad, amoríos, traición, abarraganamiento, encornudamiento… y todo el lirismo de la relación entre lady Chatterley y Mellors adquiere un aire tan sórdido, tan miserable, tan ruin, tan despreciable, tan putráceo… porque efectivamente es todas esas cosas.
Matices. Un hombre que en una reunión de sociedad presenta a su compañera como “mi amante” provocará suspiros y trémulos sonrojos. Si le dice “mi esposa”, no pasa nada. Si le dice “mi cónyuge”, pone el énfasis en la faceta penosa y pesada del vínculo: ambos seres andarían por el mundo amarrados al mismo yugo: ¡Tremendo suplicio! Si le dice “mi compañera”, deja la naturaleza del nexo abierta, con un sabor a neutralidad, a higiene y political correctness. Si le dice “la doña”, aniquila hasta la última molécula de erotismo latente en la relación. Si le dice “mi consorte”, se autoproclama realeza.
El burlador de Sevilla, de Tirso de Molina, podría haber sido conocido como el seductor (nada mal, a fe mía); como el promiscuo (palabra grávida de moralidad); como el desaforado (exacto, pero malsonante); como el adicto sexual (patologización moderna de su tipo de conducta); como el zaguate (derogatorio, ofensivo, pero absolutamente merecido); como el echador de rucos (manifiestamente pachuco, pero en rigor, exacto); como el mujeriego (no otra cosa es); como el conquistador (versión épica y grandilocuente del término anterior); como el ponedor de cuernos (bien por él, trágico para los cornudos); como el engatusador (valoración moral negativa de su conducta); como el corruptor (otra valoración ética, aún más severa).
Como decía Machado, hay palabras que nunca le han sonado bien a nadie: burgués, suegra, burocracia, impuestos, formulario, evaluación, doméstico, rutina, extremaunción, lápida, prole, panza, alopecia y muchas más. El vocablo ‘suegra’ es tan disfónico, tan ríspido y disonante, que tengo la convicción de que su origen ha de ser onomatopéyico. Considérese la contigüidad de los fonemas g y r: gr. Lo encontramos en agrio, ogro, gruñido, grotesco, grasiento, grumoso, grave, grosero, gravoso, greñas, gripe, grenchuda y en gr: onomatopeya del gruñido. Todos, sin excepción, conceptos innobles y peatonales. La sonoridad de la palabra ‘suegra’ dice perfectamente la vileza de la noción a la que alude, como la palabra ‘campana’ evoca onomatopéyicamente el bello tañer de este instrumento, inextricablemente ligado al misticismo.
Y luego hay nociones que se visten con diferentes palabras según la época. Lo que la revista Forbes llama hoy “un avezado financista” o “un exitoso entrepreneur” (con acento gringo, pese a que la palabra es francesa) es lo mismo que en tiempos de Shakespeare o Balzac hubiera sido descrito con las palabras ‘usurero’, ‘prestamista’, ‘avaro’, ‘agiotista’, ‘extorsionador’, ‘rapaz’, ‘sanguijuela’, ‘explotador’, ‘acumulador'. Según la fábula de La Fontaine, vivimos bajo la égida de la hormiga, no de la chicharra: ahorradores, previsores, embuchacadores, criaturas anal retentivas (Freud), incapaces incluso de dar del cuerpo. Heredad de la ética protestante que nos viene del norte, no de la católica que proviene de oriente, y que es mucho menos severa con la dispendiosidad o el ocio creativo de nuestra amada chicharra (todos los artistas del mundo son chicharras).
Así son las palabras: cristales de colores que nos permiten ver la realidad a través de la exacta tonalidad que ellas quieran. Por eso, hemos de manipularlas con infinita precisión y esmero. Por eso, debemos amarlas, atesorarlas, acariciarlas y establecer con ellas un vínculo erótico —uso el término en su más laxa acepción—. Ellas son las verdaderas dueñas del mundo y de la realidad.
El autor es pianista y escritor.