Filólogo como soy, por formación y deformación me sorprende cómo en el bagaje léxico de la gente alrededor, con cara crispada afloran vocablos tipo pandemia, epidemia, peste, etc., allí donde, por ejemplo, cólera solo lo asociábamos con García Márquez.
De repente el mundo se nos cayó en pedazos, a todo nivel: en lo laboral, en la diversión, en las relaciones humanas. Por el contexto, se enriquece el léxico.
Ahora escucho también acerca de tedio, vocablo más fuerte que aburrimiento, pereza y otros en el mismo campo semántico. Pero, dígame, ¿ya le dio el tedio? Ese último aspecto sí que yo no lo entiendo.
Por supuesto que uno quiere ir al cine, a un restaurante, cruzar por el parque, pero ¡tengo tanto que hacer, leer, escribir, ordenar, vivir, amar! Procuro saber cuántos casos nuevos hay, pero para nada quedo bloqueado ante cualquier pantalla. Agudizo mis antenas, leo y en el nuevo contexto descubro nuevos matices en gastadas etiquetas verbales, como aquello de danza y martillo.
El sanitario era el baño y ahora es toda una ciencia. Máscaras y burbuja eran para chiquillos. En Europa, a los insolentes fiesteros los bautizaron con un significativo neologismo: ¡Covidiotas! ¡Vaya irresponsabilidad de esos que tampoco faltan por aquí!
Distintos usos. Luego, con mi casi vicio profesional viene el asombro aristotélico: no menos de docena y media de significados conlleva corona, palabrita que florece por todo lado.
Difícil, de pronto encontrar un vocablo con tal espectro de usos, como en lo neutro (cosa circular de muy diverso tipo), en lo positivo (una unidad monetaria, una cima, un honor por mérito, la conexión al corazón, etc.) y, por desgracia, también abunda el uso negativo (entre otros, la corona fúnebre que todos procuramos evitar), pero para mí que eso ya sería tarea de otros. Y sigue una lista que pareciera interminable.
Sigamos escarbando. Paso por alto la corona bucal, porque no quiero sufrir. Luego, me opongo cada vez más a la idea siquiera de corona en el sentido monárquico; voy exceptuando justamente dos países que conozco bien, España y Bélgica, sin corona en sentido literal, por supuesto, pero por ser ella símbolo unitario frente a la debacle separatista.
Así, sigue un montón de usos más, nada extraños ni ajenos. Como en toda lengua, los vocablos son algo más que etiquetas en el escaparate del mataburros, van desapareciendo o desconociéndose, como esos usos de corona, en lo castrense y en esa tonsura de los eclesiásticos, antes.
No olvidemos tampoco la corona de espinas que, según la Biblia, a ese grande en la historia inmerecidamente le pusieron en son de terrible burla.
Agotamiento. Después está el muy actual diminutivo: todos estamos “hasta la coronilla de esta corona”; incluye, estoy seguro, hasta al mismo ministro de Salud, al presidente al que casi no le queda margen para actuar, a los pobres y desempleados ni que decirlo, todos sin excepción. Vade retro, Satanás, es un círculo que tanto tiene de cerco, por mortificarnos desde hace cuatro largos meses.
Pero vean el ejercicio semántico que emprende, con sorpresa este Víctor (no siempre victorioso) que escribe. En la época romana, otro Víctor, de cuyo nombre quiero acordarme, era amigo de una tal Corona (160-177) que resultó beatificada porque queriendo ayudarle a él en su martirio también resultó martirizada: la ataron entre dos palmeras que agacharon para la ocasión y soltaron las amarras. ¡Pobre, Corona!
Por favor, ¡ánimo! Lo nuestro no va hasta ese extremo. Además, compatriotas impacientes, sepan que la llamada plaga de Justiniano, epidemia que afectó Bizancio y otras partes de Europa, amarren los cinturones, duró dos años, y mató, según se calcula, entre 25 millones y 50 millones de personas.
Es el mundo al revés. Antes nos recomendaban imitar a los positivos; ahora, a grito pelado, nos piden alejarnos de ellos, resultar negativos.
A ver, para contar o conjugar, no cuenten los días; hagamos que cada día cuente. Nosotros, de la sociedad de consumo, de pronto pasamos de mimados a un campo minado. ¡Ni flores ni corona fúnebre!
El autor es educador.