Hasta hace algunas décadas, Costa Rica era virgen en este tipo específico de dolor. Hoy está ya perfectamente inoculada contra el atroz veneno.
Me refiero al tormento de los “desaparecidos”. Concepto casi tan fantasmagórico e inexplicable como el de los “aparecidos”, los fantasmas que nos visitan desde arcanas latitudes del ser.
Castillo Armas, Garrastazu Médici, Stroessner, Pinochet y Videla, entre docenas de psicópatas empoderados, le infligieron a los pueblos latinoamericanos dosis masivas de este tormento, allá, en los funestos años cuarenta, cincuenta, sesenta, setenta y ochenta.
Medio siglo peor que perdido para nuestra región. Un aquelarre, un pandemónium, una verdadera Walpurgisnacht. “La noche oscura del alma” (san Juan de la Cruz).
En vano concurrieron las madres a la Plaza de Mayo de Buenos Aires, a rasgarse las vestiduras y mesarse los cabellos. Los “desaparecidos” fueron engullidos por la nada, cayeron en un agujero negro, evanescieron de la faz de la tierra como arte del más perverso birlibirloque.
Cuerpos ocultos. Costa Rica está siendo iniciada en este martirio. Nuestros muertos no constituyen asesinatos de Estado, pero igual desaparecen por ensalmo… Allá, seis años más tarde, es reconocida una dentadura o una pulsera o una peculiaridad ósea que nos permite reconocer a la víctima.
Nuestros psicópatas no solo matan; se han hecho expertos en el arte de esconder los cuerpos. Cuerpos muchas veces vejados, de víctimas de abuso sexual antes de ser privadas de sus vidas. Es así como el fenómeno de los “desaparecidos” es ya cosa que los costarricenses desayunamos, almorzamos y comemos. Un fenómeno que comienza a trivializarse, lo peor que puede suceder con el dolor humano, banalizarse.
Un hombre fusilado o encontrado muerto en una cámara de torturas recibe el mínimo tributo de un funeral. No así los “desaparecidos”. Esto es tremendo, significa que los niños, no habiendo visto o tocado el cadáver del padre, seguirán el resto de sus vidas alimentando la crudelísima fantasía del retorno paterno. Cada vez que alguien toque a la puerta o timbre el teléfono, se dirán “¡podría ser papá!”, y sus ojos se iluminarán antes de apagarse una vez más en una depresión progresivamente abismal.
Otro tanto digo de la esposa, de sus hermanos y amigos, en fin, de todos sus seres queridos. Esta fantasía “del retorno” no es privativa de los niños, también los adultos siguen padeciéndola, a menudo hasta el fin de sus días.
Ritos para calmar el espíritu. Hay familias de “desaparecidos” que optan por oficiar un funeral simbólico, con un ataúd vacío o lleno de las cosas más preciadas del difunto, a fin de autoconvencerse, mediante el poder del rito y de la ceremonia, de que los cuerpos de los seres queridos han sido encontrados, y pueden por fin dar inicio al proceso de duelo. Tal es la impronta hondísima que el pensamiento mágico tiene sobre nuestras almas.
Lo más trágico de la madre o los hijos de un desaparecido es la imposibilidad de comenzar el proceso de duelo que eventualmente habría de restañar la sangrante herida que llevan en el corazón. Si no pueden dar inicio al proceso de duelo, el dolor seguirá parasitándolos y corroyéndolos sin remedio, y toda cicatriz o sutura que logren practicar en sus almas estará siempre a punto de reabrirse. Y la sangre manará con la misma torrencial fuerza del primer día, y el dolor será redescubierto en toda su primigenia intensidad, y el infeliz tendrá que resignarse ante la evidencia de que su proceso de sanación interna, de aceptación, de resignación (¡palabra bendita!) no ha progresado un milímetro en veinte o treinta años.
En el drama All my sons, de Arthur Miller (1946), asistimos al terrible conflicto de una mujer (Kate Keller) que aguarda aún y siempre a su hijo Larry, desaparecido durante la Segunda Guerra Mundial. Al servir la mesa, pone una silla para él, su plato y su bebida.
Su sitio permanece, por supuesto, vacío. Larry es como un fantasma, un ser presente-ausente, lo que Derrida llamaría un indécidable. Llega incluso a indignarse con su otro hijo, Chris, por cortejar a la que alguna vez fue la novia del “desaparecido”.
La madre es inflexible. La muchacha no puede reciprocar la pasión de Chris, por cuanto, hasta que no sea encontrado el cuerpo de Larry, ha de tenerse por vivo. “Estas cosas ocurren, ocurren… hombres a los que se los traga la tierra y de pronto emergen vivos, después de largos cautiverios o peregrinajes sin fin, ¡pero ocurren, ocurren!”, insiste, sollozando, la señora Keller.
Por supuesto, ¿cómo desengañar a una madre que se aferra a ese jirón de esperanza cual náufrago que se cuelga de una barrica en mitad del océano? ¿Quién puede tener el corazón y la capacidad de persuasión necesarios para hacerla despertar de su sueño?
Sin recuperación. El ser humano está equipado con las enzimas espirituales necesarias para digerir la noción de su propia finitud y la de sus seres queridos, pero necesita ver, palpar. En particular los niños. La idea de una persona que se evapora, que evanesce, que se esfuma sin dejar trazo alguno de ella es muy difícil de aceptar. Es una tragedia de la que no hay recuperación posible. Tan absurda e incomprensible es, desafía a tal punto las leyes de la física y la lógica que no solo nuestros corazones, sino también nuestros intelectos tienen serias dificultades para asimilarla.
Privar a una persona de elaborar su duelo profundo es el peor, el más cruel, el más despiadado, el más abyecto de los suplicios a que se puede someter a un ser humano. ¡Imaginen ustedes negarle hasta el derecho de llorar, de llorar, sí, catárticamente, explosivamente, en tonalidad de si bemol menor y tempo de marcha fúnebre! No quisiera yo cargar sobre mis espaldas el lastre de semejante culpa.
Costa Rica ya está bien macerada, bien madura en materia de “desaparecidos”. Como decíamos, algunos puñados de huesos o cuerpos en plena delicuescencia pueden ser vomitados en un playón por algún río o expelidos por la selva, en las fauces de los depredadores. Cuerpos desmembrados, descuartizados, como los escalofriantes Fragments anatomiques de Géricault, o La lección de anatomía del doctor Tulp de Rembrandt. Y los hay que nunca aparecen. Eso es dejar a la persona viva-muerta, una perversidad para la que no hay epíteto posible.
Como ya lo evoqué en este mismo espacio, el 23 de diciembre de 1951 el asesinato de una pareja de adolescentes en Colima de Tibás generó toda una leyenda urbana en Costa Rica, produjo incontables informes criminalísticos y judiciales, e inspiró una obra de teatro. Hoy, cada día matan a cuatro o seis personas y nadie mueve un músculo facial, nos hemos convertido en catadores de la muerte, en hienas y buitres, degustadores de carroña. Si las noticias no incluyen asesinatos, el programa se considera “malo” o “aburrido”.
Estamos enfermos, amigos. Nuestra sociedad está enferma. De gravedad. Y no serán los paquetes fiscales ni la reactivación económica, por demás loables iniciativas, los que van a sanarla. Eso es como pretender curar un cáncer violentamente metastásico con una mejoral.
Nos hemos desensibilizado ante el dolor. Sin necesidad de Castillo Armas, Stroessner, Pinochet o Videla, nos hemos convertido en un país de “desaparecidos”, y ni siquiera tenemos una Plaza de Mayo para ir a elevar al cielo nuestros gritos, clamores, blasfemias… que Dios sin duda entiende y perdona, porque hasta su hijo, en la cruz, atravesó una fase de ateísmo: “Padre, padre, ¿por qué me has abandonado?”.
Aducir que esta seguidilla de “desaparecidos” es nociva para nuestro turismo es un acto de cinismo y egoísmo abismal. ¡Al diablo con nuestro turismo! Lo que aquí debe dolernos es lo esencial humano pisoteado, subvalorado, reducido al estatus ontológico de animales de caza, preseas venatorias, criaturitas que existen para afinar sobre ellas nuestra puntería y la eficacia de nuestros cuchillos de degollamiento.
Por favor, amigos, pongamos fin a esta vesania, esta locura, este delirio voluptuoso en la sangre y el dolor. Que cada uno de nuestros actos tome en cuenta, en primerísimo lugar, la sacralidad inalienable de la criatura humana.
El autor es pianista y escritor.