Yo creí que estos dolorosos días de aislamiento y soledad nos harían revalorar los conceptos de fraternidad, solidaridad, misericordia, compasión y empatía. Pero no ha sido así. Creí que de este apocalipsis íbamos a salir con una nueva y fresca percepción del valor de un beso, un abrazo, un apretón de manos.
Redescubrir la bienaventuranza de la convivencia armónica. Volver a sentirnos integrados como especie, como miembros de la misma comunidad planetaria.
La Revolución francesa proclamó tres valores fundadores de toda cohesión social: libertad, igualdad y fraternidad. Los dos primeros han sido abundantemente estudiados. Sobran los filósofos, sociólogos, antropólogos y críticos de la cultura que se han ocupado de analizarlos (peliagudos por cuanto, en gran medida, son aporéticos).
Desgraciadamente, el tercer principio, la fraternidad, no ha sido objeto de comparables disquisiciones filosóficas. Lo hemos descuidado. No ha sido un “generador de discursividad” (Foucault).
Esta pandemia nos ponía en bandeja la ocasión de explorar la noción de fraternidad, de hermandad. Es, por mucho, el punto más problemático de la tríada propuesta por la Revolución francesa, y justamente por eso era imperativo redefinirlo, reconceptualizarlo y comenzar a vivirlo a plenitud, no como un mero fantasma teórico.
Secuestro. Pero estamos desperdiciando todo el dolor que en este momento padecemos, ese dolor que, como toda forma de sufrimiento, debería haber sido transformado en vector de crecimiento, de madurez, de engrandecimiento personal y colectivo.
¿Qué ha sucedido en lugar de eso? Que el problema de la pandemia ha sido secuestrado por los economistas del mundo entero. Es lo único que parece preocupar a la gente: por doquier se organizan foros y simposios para enfrentar las temibles limitaciones económicas que se nos avecinan.
Lo comprendo. No lo censuro. Antes bien, lo aplaudo: sería un disparate desatender la dimensión pragmática, sobrevivencial de esta terrible crisis. Sí, había que volcarse sobre este asunto. Pero no únicamente sobre él, porque la verdad de las cosas es que la economía (cualquier ciencia que en un momento dado monopolice exclusivamente la producción de pensamiento y de discurso) no va a bastar ni de lejos para paliar el dolor que se nos viene encima, con fuerza e inexorabilidad de sunami.
Necesitaremos mil otros recursos para enfrentar el impacto. Y no creo que ninguno de ellos esté por encima de la fraternidad. Vamos a tener que modificar nuestro concepto de la hermandad, de lo que significa vivir en sociedad, la capacidad para compartir, tanto el dolor como la alegría; vamos a tener que proponer una nueva normativa ética, por poco una nueva antropología: la anterior y la posterior a la pandemia.
La economía va ciertamente a permitir que no nos muramos de hambre física, pero no nos aliviará de la otra: la del alma, la de las emociones, la de la comunicación. Esa nos matará con igual inevitabilidad que el hambre física, excepto que durará décadas o quizás siglos aniquilándonos.
Siempre he creído que los sistemas educativos no nos preparan para los temas que más intensamente van a ocupar nuestras mentes en el curso de nuestras vidas. Bueno es saber que en todo triángulo rectángulo el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos, pero, en honor a la verdad, pienso que mil veces más importante que este bello teorema es aprender a vivir y a morir. Lo dijo Montaigne, el más grande pensador francés del Renacimiento: “Filosofar no es otra cosa que aprender a morir”.
Pero, claro, preferimos no pensar en “eso”. Teniendo el privilegio (algunos lo llamarían maldición) de ser la única especie del planeta capaz de tematizar y teorizar la muerte, hemos decidido volverle la espalda. Bueno, pues, entonces que surja por ahí alguna humilde amebita que tome nuestro relevo en la elaboración intelectual de nuestra finitud: tal vez lo haga con mayor dignidad y de manera más valiente que nosotros.
Aprender a amar. Tampoco se enseña curricularmente el amor. La gente presume que eso lo aprende uno de la familia, más específicamente de la madre. De nuevo: ¿Qué tiene más peso en nuestras vidas: saber la vida y aventuras de la hipotenusa presa dentro de su triángulo rectángulo o ser capaces de amar?
Lo mismo pienso de la fraternidad: es cosa que debería enseñarse de manera teórica y práctica, y figurar en los programas educativos del mundo. Pero no, resulta que eso no se enseña. Es así como quedamos expuestos, inermes, ante la abrumadora ideología del egoísmo que nos deseduca desde todos los ángulos de la cultura: televisión, radio, prensa, Internet.
No hay, amigos, una propedéutica del morir, del amar y de la fraternidad. No hay una propedéutica de la comprensión de nuestra finitud, del ars amandi, de la fraternidad como tonalidad básica de la existencia. Nadie se ocupa de enseñarnos eso. Pero ¿qué propone Jacques? ¿Clases de muerte, amor y fraternidad en nuestras escuelas y colegios? Sí, exactamente eso propongo.
Es mucho menos disparatado de lo que a primera vista podría pensarse. ¿Una locura? Tal vez, pero mil veces prefiero la locura a la mediocridad, al adocenamiento, a la ancilar sumisión a los diktats de la sociedad de consumo.
De esta pandemia teníamos que haber salido con un nuevo modelo convivencial. Una ética de la misericordia (¡palabra infinita!), de la hermandad, del compartir, de la compasión, de la capacidad para hacer frente común al dolor, y no tener que enfrentarlo misérrima, insularmente. Había una enorme lección humana en esta pandemia. Ahí está todavía, latente, potencial, esperando ser transmitida y aprendida. Pero no vamos por ese camino.
Actos por redefinir. No es posible que después de esta crisis, si salimos vivos, nuestro concepto del beso sea el mismo que durante milenios hemos cultivado. Un beso tenía que convertirse en una maravilla redescubierta, en una epifanía, en una revelación, en el más bello de los rituales y el gesto humano más grávido de significado.
Algo nuevo, redimensionado, revalorado, y quizás descubierto desde cero. Esa era la impagable oportunidad que la pandemia nos ponía sobre la mesa. Comprender todo lo que se estruja en un beso: ternura, amor, juego, afecto, pasión, deseo, estremecimiento hondísimo, ontológico del ser.
Se suponía que después de esta “noche oscura del alma” (san Juan de la Cruz) un beso jamás volvería a ser para nosotros lo que hasta ahora ha sido. Se suponía que íbamos a destrivializar, a desbanalizar el beso y a descubrirlo como una experiencia inédita, original.
Que esto nos iba a abrir las puertas de una nueva forma de concebir las relaciones humanas, y, repito, de poner frente a la mesa de discusiones, de los foros y los power points el tema capital de la fraternidad, el hermanito desaventajado y desatendido de la libertad y la igualdad.
Todavía podemos convertir la pandemia en una cátedra de humanidad. Que el problema sea abordado multidisciplinariamente, y no únicamente desde la perspectiva economicista. Es siempre nocivo que una sola ciencia secuestre el discurso.
En su momento lo hicieron el psicoanálisis, la neurociencia, la sociología, la economía política, la matemática, la química y la física. Siempre que esto sucedió, el resultado fue desastroso. ¿Será posible que no hayamos aprendido nada de la historia? Por supuesto, siempre hay gente que, ante estos argumentos, intenta descalificarme tildándome de “lírico” (¡como si esto fuese un pecado!).
En caso de que no lo sepan, la poesía y el lirismo también persiguen la verdad. No usan el instrumental de la ciencia, pero su meta es la misma. La poesía tiene un hondísimo valor cognitivo, gnoseológico, epistemológico. En cierta forma es una ciencia, acaso la más exacta que jamás existió.
Espero que de la pandemia salga un nuevo ser humano. Con esas simples palabras cifro y sintetizo mi sentir en torno a la prueba que la vida nos está poniendo delante.
El autor es pianista y escritor.