Del nacionalismo, no importa donde aflore, Sebastian Haffner dijo que es la autocontemplación y egolatría nacionales. El periodista y escritor alemán entendía que se trataba de una enfermedad mental peligrosa, capaz de desfigurar y afear los rasgos de una nación, igual que la vanidad y el egoísmo desfiguran y afean los rasgos de una persona.
Muy lejos de una cosa como esa está el amor a la tierra natal, sentimiento benigno y para nada corrosivo al que difícilmente escapa nadie. Yo no, al menos, aunque en este mundo abierto y desbordado hay quienes lo tildan de provincianismo. No obstante, puede que bajo ciertas circunstancias nos seduzca en exceso, al punto que enerve el sentido crítico, la práctica del juicio ponderado e incluso el sentido de humanidad y de justicia.
La Constitución, desde luego, no se refiere a la tierra natal con este nombre. Consagra otro que la alude o la implica aunque no significa lo mismo. Es la expresión Patria, así, con mayúscula. En algún momento pensé que la mayúscula era un gazapo que se había colado en los innumerables textos constitucionales que reproducen el original. Pero no, tengo una copia auténtica: la mayúscula, empleada deliberada y conscientemente, eleva el sentido de aquella expresión a una dimensión que trasciende la frialdad del lenguaje jurídico y subraya su contenido emotivo como solo sucede pocas veces en la carta fundamental. Evidentemente, la mayúscula apunta directamente al amor a la tierra natal.
A esta, la Constitución no nos obliga a quererla, faltaba más. Sí a servirla y defenderla. En cierto sentido, nos permite compartirla, facilitando la naturalización y reconociendo a los extranjeros los mismos deberes y derechos individuales y sociales con excepciones y limitaciones rigurosas.
Cuando se predican rutinariamente las virtudes que han caracterizado esta tierra, a nuestros ojos y a los ojos del mundo, puede caerse en la trampa de llegar por lo menos a la antesala de la autocontemplación de que hablaba Haffner. Desenfocamos la realidad y convertimos esas virtudes en locuacidad y lugar común.
Porque hay evidencia de que las cosas se comportan mal en asuntos fundamentales. Retrocedemos vigorosamente en educación, hemos perdido el norte en salud pública y comprometido eso que se llama orden público. ¿Nos quedamos además sin ideas ni propuestas, y declinan nuestras ancestrales fortalezas políticas?
Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal.