«Me sale del alma…», cantaba a todo galillo el mariachi aquel que, para más señas, era mi compañero de clase en el antiguo Conservatorio de Música, ubicado en una bellísima casona a un costado del parque Morazán, algo venida a menos, es cierto, pero repleta de maderas preciosas. Ahí, estuvo después, por largos años, el bar Key Largo, de dudosa reputación y peor catadura.
Como éramos conocidos, el cantante nos dedicó una canción extra a los de la mesa cuatro de La Esmeralda. Encandilados por la súbita fama ganada entre el culto público que, de repente interesado nos miraba de reojo, admirado por tan notable homenaje (no todos los días un artista hace un dedicado), nos fuimos con todo y ordenamos nuevas rondas de cerveza y gallos de pollo y mortadela. Los bolsillos nuestros chirriaban, pero, ¡qué caray!, la fama tiene sus bemoles, y no podíamos pasar por limpios ahora que estábamos bajo reflectores. Claro que después, ni modo, a trolear hasta nuestras respectivas casas.
El caso es que al mariachi y a mí nos unían nuestras dificultades en las clases de armonía y dictado, y nos separaban las distancias sociales de nuestros respectivos mundos; distancias, sin embargo, no tan grandes como para no reconocernos como «amistad» en aquel mundo glamoroso de la bohemia desarrapada de los años setenta. Era la época, por cierto, en que un mariachi como él alternaba noches como tenor principal en una ópera que se estrenó en el Teatro Nacional. Del lujo al piso de tierra en menos de dos cuadras.
Luego, por supuesto, la cosa se sofisticó y San José se convirtió en una aglomeración urbana bronca y dura. El país también cambió, por supuesto, aunque no tanto tampoco: en aquella época se hablaba de la corrupción en la función pública y de los grandes corruptores; casi cincuenta años después seguimos en lo mismo. Los turbios personajes de entonces murieron, pero los de ahora simplemente tomaron unos asientos que nunca se desocuparon, como las mesas de la soda La Perla un viernes por la noche.
Cierro los ojos y, es curioso, no son esos recuerdos los que asaltan mis sentidos, aunque están por ahí. Lo que me atrapa es el ruido del gran destape, el del desenfado y la pachucada de las citas de parqueo, gallos de salchichón y diputados correveidiles de narcos, que está arrinconando nuestra democracia al diván de los recuerdos, como ese, el de la noche del mariachi aquel.
El autor es sociólogo.