Salvo en su patanería, el taxista parisino no suele ser expansivo. Es posible —no más que eso— que el pasajero escuche algo parecido a un “buenos días” subterráneamente farfullado, cuando aborde el vehículo, y en un día venturoso, con viento propicio y la configuración de astros adecuada, podría hasta hacerse acreedor a un “gracias” que nace en el epicentro de las tripas, se abre paso a través del tracto digestivo y emerge bajo la forma de un cavernoso rugido. Víctima de un inexplicable acceso de locuacidad, el taxista podría soltar al desgaire algún comentario meteorológico… y hasta ahí llegará su cordialidad.
Era de noche y hacía frío aquella Navidad. Caroline y yo detuvimos el vehículo en mitad del bulevar Garibaldi. El taxista saludó — ¡victoria!—, preguntó cuál ruta preferíamos para llegar a nuestro destino — ¡prodigio!—, y nos propuso un variopinto menú musical para hacer más agradable el trayecto —¡ciencia ficción!—. Nosotros sonreímos, asombrados. Era un hombre grueso, macizo, con brazos y manazas de leñador. No ciertamente el tipo de taxista con el que hubiese sido prudente regatear un par de euros.
“¿Están enamorados?”, preguntó. Viniendo de un extraño que va a compartir un ínfimo segmento de vida, la pregunta resulta tan violenta que no puede sino mover a la risa. Y reímos. “Sí, estamos enamorados”, le respondí. “Entonces tengo algo para ustedes”, dijo, e insertó un disco compacto que, evidentemente, tenía siempre al alcance de su mano, y buscaba sin duda el menor pretexto para escuchar.
El carro se llenó de música. La introducción instrumental no me permitió entrever de qué pieza se trataba. Caroline lo supo instantáneamente. Pronto la voz de Elvis disipó toda duda: I can´t help falling in love with you. Sí: era él, all right. Magnífica voz —qué duda cabe—. Y bella canción. Me tiene sin cuidado la letra —lo mismo puedo decir de los lieder de Schubert y Schumann—, pero la música me gana sin que yo ofrezca la menor resistencia. Hay en ella una nobleza, un fervor, una verdad que cualquiera reconocería.
“Son ustedes muy amables”, dijo el taxista. “Se equivoca, amigo: somos psicópatas sumamente peligrosos, y buscados desde hace días por varios crímenes sangrientos”, le respondí. “A ningún psicópata le gusta la música”, comentó. “Hitler oía a Wagner y Strauss”, agregué yo. “Ese no era un psicópata: era un miserable”, afirmó.
Noche y música. La ciudad nos ofrecía sus mil rostros, se prodigaba como solo lo hace durante las noches de invierno: bella, siniestra, noble, caleidoscópica… pero nunca desprovista de lo esencial humano. Gente atribulada que corre a buscar abrigo en esas madrigueras que son las estaciones del metro, pululación de animalitos que el frío torna más esquivos e insulares.
“¿Les molesta, si canto?”, nos dijo el taxista. “Por supuesto que no: nosotros le hacemos segunda: Caroline es soprano, usted bajo profundo, y yo barítono dramático”. “¡Y Elvis!”, exclamó. “Sí, claro: Elvis”, asentí. “Estudié canto en el conservatorio de Grenoble… ¡Oh, no hay nada de qué sorprenderse: París está lleno de antropólogos, físicos nucleares, neurobiólogos y directores de orquesta que se ganan la vida manejando taxis!”, manifestó.
Un embotellamiento a la altura de la avenida Zola forzó al hombre a una súbita maniobra, que ejecutó con la destreza del músico que modula de ritmo y tonalidad en mitad de una improvisación. La operación se tradujo en una más vibrante impostación de su voz, y en el paso de mezzo forte al tutta forza, con el refrán falling in love with you. Alguna estrecha callecilla desembocó inexplicablemente en una avenida toda luz, toda plenitud.
“¿Siguen enamorados?”, preguntó con sentimiento. “Bastante más que hace tres minutos”, le respondí sonriendo. “¿Les importa que cantemos de nuevo la pieza?”, dijo. “Sí, nos importa: ¡lo celebramos!”, exclamé. “Pues aquí vamos, a coro con Elvis: Wise men say only fools rush in, but I can’t help falling in love with you.
Sus ojos brillaban, cantaba con todo su entusiasmo, pero en su caso la etimología del término pedía ser reformulada: no tenía a Dios en el corazón: él estaba en el corazón de Dios. Sus manotas subrayaban la línea de la percusión, y se aproximaba o alejaba del volante como si de un micrófono se tratase.
Ignoró los oprobios de tres conductores, ignoró otras tantas señales de tránsito, ignoró todo cuanto en el mundo no fuera nuestro gozo. Al dedo alzado de un transeúnte se limitó a responder asomando la cabeza por la ventana, y dedicándole el ritornello: falling in love with you: su voz asumió una dulzura inusitada que sumió al agresor en el desconcierto, luego en una redoblada, impotente furia.
Durante diez minutos le regaló al mundo una serenata, eine kleine Nachtmusik, que no encontró —a modo de antífona— otra cosa que nuevos dedos eréctiles y el inmemorial ça va pas, non? ¡Ah, qué sería del mundo, sin los locos! Y correlativamente, ¡qué abominable locura, el mundo de los “lúcidos”! El asiento de atrás comenzó a estrecharse con la música… fue cosa que Caroline y yo apreciamos. ¡Ah, la complicidad de los objetos!
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Exquisitez humana. A trompicones automovilísticos llegó por fin a la calle y número que le habíamos indicado. No tenía prisa, y siguió charlando con nosotros, perdiendo ese tiempo “que es dinero” —¡siquiera antes era oro: el rey de los metales y correlato tangible, concreto, de la miserable abstracción de la moneda!— .
Su corpulencia, su físico de picapedrero, aquellos rasgos bastos que Daumier reprodujese con tan conmovedora, elemental potencia en La sopa… Nada hubiera permitido adivinar tal exquisitez humana, y bonhomía tan contagiosa. Lo que era sin duda triste —más aún, trágico— es que un hombre de estas características constituyese, en el sentido más estricto del término, una anormalidad, por poco una aberración social. Flor teratológica, monstruosa belleza en un jardín agostado por la desconfianza, la agresividad, el vértigo de la impersonalidad.
Caroline y yo buscamos refugio del frío en nuestro apartamento… pero el sistema de calefacción no funcionaba, y el hielo se colaba por las mal selladas ventanas. Íntima intemperie, la nuestra; acogedor desamparo, el suyo.
Un solitario que había logrado crear un microclima propio, irradiación de su humanidad, y recorría las calles de París rodeado por una atmósfera que le era consustancial. La basura cósmica del insulto y los portazos de la ciudad se desintegrarían tan pronto entraran en contacto con los gases respirables y protectores que había generado en torno suyo: de la maldad del mundo no llegaría, a su ser, otra cosa que un desintegrado, irrisorio pedrusco. No puedo concebir mejor manera de padecer el mundo. I can’t help falling in love with you.
El autor es pianista y escritor.