El jueves desperté con un mensaje de Gerardo Corrales: “Desagradable el veneno de quien escribe. No me merece el mínimo respeto y si fuera valiente pondría su firma, no se escondería tras la cobardía de un editorial”. Inmediatamente, respondí: “El editorial lo escribí yo, Armando González”. Corrales contestó diciendo que lo sabía e hizo votos para que diera la cara: “Como la doy yo”, escribió.
Por qué me invita a revelar una autoría que le resulta “obvia”, es un misterio para mí. En línea con la práctica generalizada en todo el mundo, no solemos atribuir los editoriales, pero no quise dejar de complacer el pedido. No dirijo este periódico desde el anonimato y, en última instancia, respondo ante la sociedad por lo publicado, salvo las piezas de opinión ajena.
Siento decepcionar a quien me crea ajeno a la denuncia de la campaña orquestada por el Ministerio de la Presidencia para combatir las reducciones presupuestarias, de la convención colectiva suscrita con los maestros, de la negociación en secreto con los funcionarios de Recope o de cientos de páginas sobre los abusos en el empleo público. Todo eso se ha publicado con mi conocimiento y orientación, pero sin miedo a persecuciones ni reclamos de protagonismo.
Hace poco fui querellado junto con dos compañeros por supuesta difamación. La querellante supuso mi autoría de unos editoriales y por eso me incluyó en el juicio, pero carecía de toda prueba precisamente porque los editoriales no se firman. Como abogado, entiendo bien el carácter personalísimo de la responsabilidad penal y el derecho del imputado a abstenerse de declarar, pero no quise escudarme en eso y convencí a mi defensor de permitirme tomar el estrado para admitir mi autoría.
A largo de 35 años de carrera he confrontado a personajes muy poderosos y he sufrido amenazas de sujetos muy peligrosos. El jurado del premio nacional de periodismo citó la valentía de las investigaciones publicadas sobre el narcotráfico en una época cuando la influencia de los carteles se hacía sentir de manera más fuerte y orgánica en nuestro país. No reclamo por eso mérito alguno, porque puedo mencionar a decenas de colegas capaces de decir lo mismo o un tanto más, como los otros dos galardonados ese año —Edgar Fonseca y Carlos Arguedas—, pero sí lo menciono para acreditar el ejercicio de mi profesión sin temores, dando la cara. Las piernas no se me van a aflojar a estas alturas, y mucho menos frente a Gerardo Corrales.
Para él, “dar la cara” es insinuar una persecución política en su contra y dar marcha atrás en cuanto comienzan a conocerse los detalles. Entonces, proclama su confianza en la jerarquía del Ministerio de Hacienda y en la Dirección de Tributación. Para no desdecirse del todo, proyecta sospechas sobre los “mandos medios”, es decir, un fantasma indefinido e indefenso, pero ni siquiera lo acusa. Se limita a afirmar que no sabe cómo funciona. Por lo demás, solo me importa el respeto de los respetables.
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