Costa Rica se precia de ser un país respetuoso de la ley y los derechos humanos, pero la mitad de sus diputados demuestran profundo desconocimiento de ambos. Una cosa es opinar contra el matrimonio igualitario y otra es desconocer su pertenencia a la categoría de los derechos fundamentales, en atención a los tratados internacionales y a la jurisprudencia local e internacional.
Si la filosofía, teología o ideología no permite a un ciudadano comulgar con la idea, nada le obliga a abandonar esa opinión, pero nada le autoriza a negar la realidad jurídica establecida. Si ese ciudadano es funcionario del Registro Civil y a sus manos llega la solicitud de inscripción de un matrimonio entre personas del mismo sexo, no puede negarse a ejecutarla. Si es diputado, no debe despilfarrar el tiempo del Parlamento para gestionar la suspensión del respeto a un derecho definido como consustancial a la persona humana y a su dignidad.
"El Estado debe reconocer y garantizar todos los derechos que se deriven de un vínculo familiar entre personas del mismo sexo de conformidad con lo establecido en los artículos 11.2 y 17.1 de la Convención Americana de Derechos Humanos…”, escribió la Corte Interamericana.
Para los magistrados interamericanos, no es secreto la falta de adecuación del ordenamiento jurídico nacional a la realidad creada por su opinión consultiva, pero, como se trata de un derecho humano, recalcaron el deber de garantizar su ejercicio de manera transitoria y sin discriminación mientras se hacen los ajustes necesarios, todos los cuales deben dirigirse a posibilitar el ejercicio del derecho.
Por eso es discutible la solución ofrecida por nuestra Sala Constitucional cuando concedió un plazo de dieciocho meses para hacer las reformas legales necesarias. En ese lapso, el país no respetó el derecho al matrimonio igualitario y apenas comenzará a hacerlo cuando venza el plazo, el 26 de este mes.
Insistir en una prórroga a estas alturas es negarse a aceptar la existencia de un derecho humano fundamental, porque de ninguna otra forma se entendería la propuesta de dejar en suspenso la protección de lo que por definición es un atributo esencial de la persona, consustancial a su dignidad humana. Ya la Sala IV había asentado la imposibilidad de someter semejantes derechos a referendo. Viene a ser un caso muy similar: podemos opinar sobre ellos, pero no votar ni someterlos a la voluntad de la mayoría, menos dejarlos en suspenso a nuestro antojo.
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Armando González es editor general del Grupo Nación y director de La Nación.