Jorge Jiménez Deredia procura explicar, en piedra, su conexión con el universo. Mario Cardona intenta explicar, en filme, a Jorge Jiménez Deredia. El canto de la vida se llama la película, un minucioso inventario de claves para comprender la obra del escultor y también la del artista cinematográfico.
Jiménez invita a tomar sus esculturas como puntos de referencia para explorar el aparente vacío entre ellas. En ese espacio, están la transmutación y el movimiento. Allí se comprende lo sucedido entre talla y talla. La primera es génesis y la última el presente celebrado por el escultor como único momento cuando se encuentra la felicidad, es decir, el constante canto de la vida.
En ese espacio fija el lente Cardona. Por eso la película no es una sucesión de maravillosos mármoles y arcillas, sino una cadena de pensamientos. No impone una interpretación de la obra; solo revela la motivación del artista. Gestación, luz y esfera ocupan los lugares de preeminencia en la escultura de Jiménez y, también, en su cosmovisión.
El hierro en nuestra sangre, recuerda el escultor, es el mismo hallado en las estrellas. Estamos emparentados con los astros. Esa conexión y la luz —testimonio de actividad constante en el firmamento— erradican la soledad. Es imposible sentirse solo en compañía de las estrellas.
Cardona aprovecha la luz —y su ausencia— para centrar la atención del espectador en el credo del escultor. La sucesión de claroscuros saca partido a la extraordinaria blancura de barba y cabello para acentuar los contrastes. Ayuda el hábito del escultor de vestir siempre de negro.
Jiménez defiende la universalidad de la esfera, omnipresente en la naturaleza; símbolo de armonía y completitud. A la vez, la reivindica como rasgo esencial de la cultura local. No se cansa de confesar su deuda, artística y filosófica, con los monolitos precolombinos. Reside fuera del país buena parte del año. En Italia está cerca de los mejores mármoles, pero nunca toma distancia de sus raíces.
Ningún otro escultor latinoamericano había colocado una obra en la basílica de San Pedro cuando Jiménez Deredia (sí, de Heredia) corrió el velo de su San Marcelino de Champagnat, en un nicho a la izquierda del transepto diseñado por Miguel Ángel. La develación hizo sonreír a otro santo, Juan Pablo II, ahora retratado en piedra en una esquina de la catedral metropolitana. “Qué bárbaro, casi no soltás al Papa cuando lo saludaste”, bromeó Mario Cardona, testigo del acto desde la cúspide de una grúa de filmación.
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Armando González es editor general del Grupo Nación y director de La Nación.