Tenía alrededor de 10 años cuando me subieron en un camión lleno de chiquillos y nos llevaron a Grifo Bajo de Puriscal para que agitáramos banderas de un partido frente a otros camiones colmados también de chiquillos con camisetas del bando contrario. Eran tiempos de bipartidismo y las emociones, como ahora con las redes sociales, estaban al tope.
En aquellos recorridos, era común que la bandera fuera usada como arma que se lanzaba, al ritmo de gritos enfurecidos, contra los rivales. Confieso que tengo una remembranza un poco traumática de la imagen de mí misma intentando golpear a un pobre niño, a quien por dicha no alcancé con el asta, bajo el patrocinio de los adultos, quienes nos azuzaban.
Por supuesto que para mí, igual que para el enjambre de niñas y niños que éramos, se trataba de una oportunidad para pasear mientras los huecos de las calles sin lastrar y las ramas de los árboles de las orillas nos golpeaban juguetonamente el cuerpo. ¡No sabíamos nada de política entonces!
En estos meses, plenos de emociones por lo afortunada que me siento de vivir en un país donde el proceso electoral es democrático y todo el mundo puede opinar libremente sobre ello, aunque también he sentido desazón debido a nuestra clase política deteriorada, me han venido a la mente, con nostalgia, esos días.
Partiendo de la afirmación del historiador costarricense Víctor Hugo Acuña, de que “tener la capacidad de recordar es tener determinados recursos de poder y responde a determinadas necesidades de identidad”, invito a mis lectoras y lectores a sumar sus recuerdos a esta reflexión sobre las elecciones, con la seguridad de que la enriquecerán y harán más comprensible lo que nos resulta desconcertante.
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Lo agrio
Como el problema de las miserias de nuestra clase política es un tema harto desarrollado, me referiré a ella brevemente mediante otro recuerdo, el de don Pablo, anciano al que entrevisté hace 17 años para una investigación acerca de las experiencias, los sentimientos y los significados de las personas cuyas vidas transcurrieron en los siglos XX y XXI, en particular sobre las guerras de 1948 y 1955.
Don Pablo creció en una época en la cual la cultura costarricense se transformaba rápidamente: en lo político, mediante las luchas y los cambios electorales que resultaban generalmente después de algún fraude; en lo social, con las reformas que incluyeron la creación de la Universidad de Costa Rica, la Caja Costarricense de Seguro Social y las garantías sociales; en lo cultural, tras el surgimiento del movimiento sufragista; y a partir de 1919, con el surgimiento de un marcado discurso de pureza racial, originado por los intelectuales liberales.
El entrevistado afirmó algo tan vigente que es capaz de producir pesimismo en algunos hoy: “Francamente, uno no halla ni por quién votar, porque todos son iguales. Ahí, hay un muchacho que se está postulado para alcalde, y el papá era una excelente persona, pero francamente a él lo conocí de chiquito y ahora no sé quién es”.
Yo tampoco, como él, sé quiénes son los que quieren ganar un cargo de elección popular. No lo sé, pese a que conozco sus currículos y promesas.
Parece que para el 41% que no decide aún por quién votar, según la última encuesta del Centro de Investigación y Estudios Políticos (CIEP) de la Universidad de Costa Rica, la desconfianza e incertidumbre son parte de aquello con lo que hemos de lidiar en nuestro ejercicio ciudadano.
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¿Y lo dulce?
Un detalle, algo breve y accidental, pero con la importancia de un planeta. Recientemente, fui invitada por una universidad chilena a participar en una encuesta, dentro de un proyecto de investigación sobre las crisis presidenciales en América Latina.
Como el instrumento no tenía la opción “no es aplicable”, con orgullo tuve que pensar cómo hacía para pasar por alto varias preguntas relacionadas con el papel del ejército en la democracia de Costa Rica.
Asimismo, con agradecimiento, marqué la opción “nada probable” en aquellas referidas a la posibilidad de que instituciones como el Poder Judicial tomen acciones para derrocar un gobierno democráticamente elegido.
Me parece que lo mejor que se puede hacer es dejar el berrinche, vivir el duelo y asumir con valentía las circunstancias que nos tocaron, no para resignarnos, sino para actuar, para construir mecanismos con el fin de ejercer un decidido control político, haciéndonos cargo de informarnos y exigir, porque nunca debería ser una opción escoger los caminos del autoritarismo y volver a los tiempos en que las banderas eran usadas para algo más que ser ondeadas.
La autora es catedrática de la UCR.
