El escritor argentino Ernesto Sabato se preguntaba en uno de sus ensayos si Grecia había creado a Homero o si había sido el rapsoda el que la había inventado en la Ilíada y la Odisea. Lo mismo puede decirse de Nicaragua. Pocos países en Iberoamérica, y me atrevo a decir en el mundo, tan entrañable e indisolublemente ligados a sus escritores, a su literatura y a su cultura escrita como Nicaragua. ¿Es posible imaginarla sin Rubén Darío, por ejemplo? O, en el último medio siglo, ¿sin Ernesto Cardenal, Sergio Ramírez o Gioconda Belli, por mencionar tan solo a algunos, Homeros modernos de una realidad más real que solo se encuentra en las historias y en las canciones? Porque, a pesar de los tiranos y de los censores, la imaginación es mucho más poderosa que la realidad y que la historia.
¿No es más verdadera la ciudad de León recorriendo las páginas de Castigo divino, de Ramírez, y las aventuras del fascinante envenenador Oliverio Castañeda? Y, después de tanta traición, vileza y muerte, ¿no nos ofrece mucha más esperanza la crónica de amor y lucha que cuenta La mujer habitada, de Belli, que casi cualquier revolución latinoamericana?
Qué sería un país sin sus poetas, narradores, intelectuales, periodistas independientes y defensores de la libertad. Qué sería de la libertad sin quienes la redescubren todos los días en el lenguaje, como último territorio liberto. En especial, en un país hecho de literatura, de una mezcla combustible de utopía e historia, de héroes y pólvora, como es Nicaragua.
Negarle sus escritores equivaldría a arrancarle la lengua o a que de la noche a la mañana amaneciera sin sus volcanes y lagos. O sin aire. O, como pretende la tiranía Ortega-Murillo, a que sea una nación muda. Un país con la imaginación encadenada.
Vano intento
Con la misma despótica prontitud con la que primero encerró y torturó y luego desterró a 222 presos políticos, la pronta y cumplida maquinaria de injusticia nicaragüense pretende despojar de la nacionalidad y de sus bienes a 94 nicaragüenses más, entre los que se encuentran escritores e intelectuales que forman las voces vivas del país, como los narradores mencionados y periodistas, como Carlos Fernando Chamorro y Sofía Montenegro.
Por supuesto, como expresó Ramírez, es un vano intento, porque mientras más Nicaragua le quitan, más Nicaragua tiene. Confundir la nación y la nacionalidad con una mera condición jurídica sería como reducir la identidad a un pedazo de papel, cuando en verdad se trata del “país bajo mi piel”, como lo define Gioconda Belli en sus memorias.
Estos escritores ni siquiera tienen que hablar de Nicaragua en sus libros para hacerla realidad. Son Nicaragua y Nicaragua es ellos y sus palabras, que vivirán mucho más tiempo que cualquier acto despótico o tiranía, por cruel o larga que parezca ser.
Con este acto, y con muchos otros, la dictadura supo ganarse su lugar en la interminable historia centroamericana de la infamia. De esta forma, Daniel Ortega ha querido emular a los inquisidores que llevaron a la hoguera al filósofo Giordano Bruno, en 1600, con la lengua sujeta a una prensa de madera para que no pudiera hablar.
En este punto se reúne el sueño del tirano con el del inquisidor: que los disidentes no tengan lengua, que sus cuerpos encadenados ardan, en la pira o en el calabozo, que sus libros y sus ideales desaparezcan de la memoria.
Ciudadanía moral
Como bien sabemos, Bruno es uno de los pilares del mundo moderno y sus ideas están más vivas que nunca, mientras que hace siglos olvidamos el nombre deleznable de sus verdugos. Sin embargo, hay que estar prevenidos ante el surgimiento de nuevos inquisidores, en cualquier época y lugar, que usan los mismos métodos que antes o, peor aún, que ya no están motivados por dogmas religiosos, creencias o ideologías, sino por la búsqueda descarada del poder absoluto o de saquear al Estado como botín de guerra.
Sospecho que la persecución a la que la “compañera” Rosario Murillo, actual vicepresidenta de Nicaragua, somete desde hace décadas a los grandes escritores de su país tiene que ver con instintos mucho más básicos y elementales que cualquier diferencia política.
El objetivo de la dictadura Ortega-Murillo con el destierro y la pérdida de los derechos políticos a los opositores y disidentes es otro viaje anacrónico al pasado: lo que en la Antigüedad y la Edad Media se conocía como la muerte civil. Que los enemigos del Estado o del poder se conviertan en fantasmas.
Lo que logra esta decisión, sin embargo, es lo contrario. En un mundo interconectado, donde paradójicamente conviven la posverdad y la transparencia, la más ruin mentira y la imposibilidad material de esconderla, los expatriados nicaragüenses ganan una suerte de “ciudadanía moral” del mundo libre y de reconocimiento internacional.
Estos ciudadanos y ciudadanas de un país que, a pesar de ser el suyo, les niega su protección y los persigue, encontraron hospitalidad jurídica en España —antes que ninguno—, Chile, Argentina y México. También recibieron el silencio cómplice y la indiferencia de otros países latinoamericanos, que prefieren callar ante la dictadura.
A pesar de los inquisidores y tiranos de turno, no hay cárcel, decreto o candado en la lengua, como sufrió Giordano Bruno, capaz de encadenar la imaginación humana y de acallar a los escritores nicaragüenses, cuya voz es más fuerte ahora que nunca.
El autor es escritor.
En los últimos ocho días, las autoridades de Nicaragua han retirado la nacionalidad a más de 300 disidentes. Entre ellos está Gioconda Belli.
— RTVE Noticias (@rtvenoticias) February 19, 2023
"Este pasaporte no me hace nicaragüense. No me quita la nacionalidad que hayan cambiado la Constitución, porque no la podían cambiar" pic.twitter.com/L1VntWdFnY