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A diferencia de algunas fábulas y películas, en las sociedades humanas no siempre prevalece el bien. (Shutterstock)
El filósofo francés Michel Foucault habría dicho que el destierro y despojo a perpetuidad de su nacionalidad y derechos políticos a los presos de conciencia por el régimen nicaragüense no es sino un modo antiguo de matarlos en nuestro tiempo.
Esto se debe a que los valores de la democracia liberal de las sociedades modernas, tras una guerra cultural que tomó varios siglos, reemplazaron al antiguo derecho de los monarcas de mandar a matar a sus súbditos a voluntad o de dejarlos vivir, por las políticas públicas que buscan hacer vivir y extender la vida de los ciudadanos.
En otras palabras, el régimen Ortega-Murillo no los mató físicamente, no porque no quiso, sino porque no pudo, porque el aprecio por los derechos individuales y democráticos sigue siendo hegemónico y los regímenes autoritarios saben que pierden legitimidad —acercan un poco más su propio aislamiento y fracaso— cuando cometen crímenes expuestos a la mirada pública.
De allí también que, por ejemplo, el régimen autoritario de Putin sustituya la guillotina, la horca en el cadalso, el paredón de fusilamiento y otras formas públicas de castigo y escarmiento por el envenenamiento solapado u otras prácticas opacas.
Pero, aun estando “fuera de su tiempo”, el destierro y el despojo de los derechos políticos son claramente acciones de muerte, en este caso, de muerte simbólica, es decir, de asesinato político.
Otros destierros
Las técnicas antiguas de dar muerte simbólica a quienes eran declarados enemigos del monarca o de una dictadura, o querían excluir de la comunidad organizada como mismidad o pensamiento único coexisten con los valores de la modernidad.
En su quinta carta pastoral, del 25 de enero de 1941, el obispo Víctor Manuel Sanabria alentó la exclusión social de las personas divorciadas, argumentando que aquellas son “mal ejemplo” y que, por tanto, la comunidad católica no debía relacionarse con ellas para no darles, así, reconocimiento social.
Además, con el fin de que la feligresía católica no tuviera sentimientos de culpa por su comportamiento hacia las personas divorciadas, sugirió a estas que fuesen ellas mismas quienes evitaran relacionarse con las católicas, para no ”ponerse” en una situación incómoda:
“La regla que en estos asuntos han de seguir es línea clara: todo lo que pudiera significar aprobación tácita o expresa de la irregular situación en que se hallan estas personas debe evitarse por duro que ello sea. Regla esta tanto más fácil de cumplir, por cuanto quienes están en esa condición irregular, si son consecuentes, espontáneamente y con toda delicadeza, evitarán esos conflictos en sus relaciones sociales”, escribió en El magisterio pastoral de monseñor Víctor Sanabria Martínez.
Para Foucault, acertadamente, el racismo es otra práctica de muerte simbólica —o política—, pues, como procedimiento de marcación de seres humanos, sustituyó en su función mortífera la antigua práctica expulsiva propia de los discursos comunitaristas o religiosos. “En efecto, ¿qué es el racismo? En primer lugar, el medio de introducir por fin un corte en el ámbito de la vida que el poder tomó a su cargo: el corte entre lo que debe vivir y lo que debe morir”, se preguntó en Seguridad, territorio, población.
Pero también observó que existe una relación entre el concepto marxista de la lucha de clases y el pensamiento de muerte que implica el racismo.
Burguesía y proletariado, ese par marcado como excluyente y exclusivo, y, por tanto, como enemigo uno del otro, ha de pasar por la muerte, por la expulsión (o el destierro) de uno para alcanzar la sociedad sin clases, la comunidad religada, reintegrada, restaurada, igualada, a fin de cuentas religiosa o de pensamiento único, en tanto finalidad y final de la historia.
Por eso Foucault también percibió un discurso de muerte en los discursos socialistas: “En todos los momentos en que el socialismo se vio obligado a insistir en el problema de la lucha, la lucha contra el enemigo, la eliminación del adversario dentro mismo de la sociedad capitalista; cuando se trató, por consiguiente, de pensar el enfrentamiento físico con el adversario de clase de la sociedad capitalista, el racismo resurgió, porque era la única manera que tenía un pensamiento socialista, que de todas formas estaba muy ligado a los temas del biopoder, de pensar la razón de matar al adversario. (...). Por lo tanto, cada vez que vemos esos socialismos, unas formas de socialismo, unos momentos de socialismo que acentúan el problema de la lucha, tenemos racismo”.
Siguen presentes
Dije antes que, si bien no tienen legitimidad, las técnicas antiguas de dar muerte simbólica a las personas siguen coexistiendo con las sociedades democráticas y que los presos políticos de Nicaragua acaban de ser víctimas de una de las menos sutiles.
Pero también una niña costarricense afrodescendiente fue sometida hace poco a una de estas prácticas de marcación, diferenciación, desigualación o, finalmente, destierro, durante su primer día escolar en Aserrí, cuando su modo de llevar el cabello fue objeto de un comentario público hecho por una maestra, quien de este modo resaltó la presunta diferencia entre lo propio y lo ajeno, entre Aserrí y Limón, entre lo “blanco” y lo “negro”.
Al leer la disculpa que la maestra posteriormente publicó en una red social, resulta claro cómo el racismo interiorizado desbordó sus palabras precisamente cuando su propósito, según afirma, era decir todo lo contrario.
Mas el mecanismo se repitió cuando esa “disculpa” finalmente nunca se concretó y, en cambio, se terminó culpando a la víctima, pues allí se dice: “Mi disculpa a todas las poblaciones que se sintieron ofendidas” (las cursivas no son del original). Este modo de, finalmente, nunca reconocer que se cometió un error se ha vuelto muy común en nuestro país y forma parte de las prácticas culturales que permiten al racismo y otras formas de destierro seguir operando en la sociedad costarricense, en este caso, mediante una incapacidad de llamar a las cosas por su nombre, precisamente por un temor antiguo al castigo y a la pérdida de reconocimiento social.
Esta falta de entereza para reaccionar con firmeza ante el error y subsanarlo sin excusas es otra mala lección que se da en este caso, en vez de tomar la oportunidad para trabajar en la escuela contra el racismo interior y el manifiesto.
Estemos alertas, prestemos atención a estos problemas, porque no son excepciones, accidentes ni meros detalles.
La humanidad avanzó moralmente cuando valores como el reconocimiento de la libertad y de la dignidad individual acabaron con el antiguo principio de autoridad absoluta, que prefería el poder basado en jerarquías y exclusiones, en mandar y en obligar a obedecer, en vez de reconocer al otro.
Pero, a diferencia de algunas fábulas y películas, en las sociedades humanas no siempre prevalece el bien. Lo logrado hay que recordarlo, cultivarlo y protegerlo todos los días.
La autora es doctora en Estudios Sociales y Culturales, socióloga y comunicadora. Twitter @MafloEs.