Alguna vez lo dije, y otra vez también y otra y otra… Y ahora lo quiero repetir en frases sentenciosas, despaciosamente pronunciadas, casi deletreando, con letras separadas de palabras que debieron especificar con claridad lo que nunca debió permaneced en la oscuridad, uniéndome a lo que ha dicho con belleza de expresión la catedrática de la Universidad de Costa Rica, Isabel Gamboa Barboza, en su artículo publicado en «La Nación», el 9 de setiembre, hablando de los migrantes: «La miseria económica suele ser una estadística, pero para quien la vive es parte de su identidad. Por eso, no se está, sino que se es pobre. La pobreza y el sufrimiento extremo son apenas separables y provienen de la manera como nos hemos construido como humanidad».
Como preámbulo, cito la denuncia publicada por la FAO —porque eso es lo que es y no simples datos estadísticos—: «Las dos terceras partes de la humanidad padecen de la común enfermedad de la pobreza y el hambre; la otra tercera parte vive desde un bienestar aceptable a un bienestar insoportable. De cada tres personas que habitan la tierra, dos no tienen casa, ni trabajo, ni pan todos los días».
Sí, la democracia parece que no ha podido terminar con esa enfermedad milenaria que ha dividido a todos los pueblos políticamente gobernados en minorías muy ricas y en mayorías muy pobres, en amos y esclavos.
En Grecia, en Roma y en la actualidad, se continúan redactando constituciones políticas definiendo y garantizando derechos y libertados —como algo que todos deseamos que sea—, pero la realidad sigue manifestándose en la clásica división de minorías muy ricas y de mayorías muy pobres.
Ahora, en Costa Rica, no tenemos esclavitud como institución. A ella no se llega, sino que está, se vive y se hereda; y lo continuará siendo mientras no haya una actitud nacional, política, religiosa y humana para terminar con esa enfermedad que ataca a todas las organizaciones políticas de la actualidad; y en la democracia, es imperdonable porque su definición teórica y sus objetivos están diseñados, cabalmente, para que la miseria no se dé. Entonces, la miseria antes que una enfermedad, es un asunto moral. Si un gobierno no destina la mayor parte de sus recursos para combatir la pobreza escandalosa que se está viviendo, no califica como demócrata.
Continúa produciendo esclavos la democracia. El obrero de bajos salarios, el trabajador desocupado, el hombre que vive atemorizado por falta de seguridad y la ausencia de oportunidades, son los modernos esclavos.
Se piensa en la igualdad para lograr la satisfacción de las necesidades. Igualdad es nivelación de oportunidades.
Sí, Isabel Gamboa, no se está pobre, sino que se es pobre. Se nace pobre porque la pobreza se hereda. El hijo que nació pobre heredará pobreza. La institución de la pobreza se mantiene. Si el gobernante no entiende esto ¿para qué quiere gobernar?
En ocasiones oímos decir que una persona que vive en la pobreza, lo es porque es un vago. Pero el asunto es al revés, la miseria como permanente realidad, es la que produce al hombre desocupado. Nadie escoge su propia miseria, ni su ignorancia, ni su diario estado de explotación. Una sociedad que no puede armar a sus hombres para el trabajo, los arma para los vicios. La condición de vagabundo no la elige un sector de la población de un país. Un Estado desorganizado y lejos de sanas costumbres democráticas, convierte a los ciudadanos en vagos.
Luchar contra la pobreza es unirse con los pobres solidariamente para rescatar su propia dignidad. Si el Estado no defiende a los que tienen menos capacidad económica, nadie los defenderá. Para el hombre del pueblo hay democracia cuando el sistema le permite satisfacer sus necesidades. Pienso que los pueblos son democráticos cuando logren la capacidad para ser pueblos, que es cuando adquieren conciencia de una sola verdad: democrático es el país cuyos dirigentes aprendieron a gobernar hacia abajo. Los que lo hacen hacia arriba son pequeños o grandes dictadores.
En el Parlamento inglés, un socialdemócrata le dijo al aristócrata Winston Churchill: «Usted nunca será demócrata de verdad porque jamás se ha montado en un autobús». Esto mismo le podríamos aconsejar a ciertos políticos nuestros que no se bajan del 4x4, y pretenden gobernar este país: «Señores, viajen por unos días en un autobús antes de ocupar un cargo gubernamental». O sea, como me decía un campesino amigo mío hace muchos años: «¡Vio!, don Joaquín, el abogado, quiere ser diputado, ¿cómo pretende alguien ser representante de nosotros si nunca se ha untado de pueblo?» ¿O como le dijeron al señor Churchill, si nunca se ha montado en un autobús? O, como lo diría yo, ¿si nunca ha «chorreado» una tapa de dulce?

El salario. El ahorro es la fuente de la riqueza, dicen el poderoso y el político despistado. Pero el pobre no puede pensar en el mañana porque solo tiene energía y capacidad para pensar en el pan de cada día; no puede sacar una moneda a la angustia, un centavo al hambre. El pobre solo puede ahorrar su propia miseria.
El trabajador debe ganar su salario los trescientos sesenta y cinco días del año. Es parte de su libertad. De una libertad que todavía muchos no han aprendido a respetar.
En una encuesta en Suecia, se preguntó al pueblo en qué desearía gastar su dinero. Un alto porcentaje contestó: «En salud, al cuidado de los ancianos, a la educación y a mejorar el ambiente». Si esa pregunta se hiciera a los trabajadores de América Central, posiblemente contestarían: ¿cuál dinero?
La democracia comienza por el salario, porque es allí donde se inicia la justa distribución de la riqueza. Si queremos hablar de justicia social tenemos que comenzar por admitir que el trabajo es un derecho que no puede estar sujeto a la ley de la oferta y la demanda.
Lo dijo don Pepe: «En una democracia al ciudadano no le basta con el derecho a votar. Debe ser propietario de algo porque, de lo contrario, el sistema de propiedad privada es un privilegio minoritario». ¿Propietario de algo? ¿Propietario de qué? Propietario de una cosa intangible llamada igualdad de oportunidades.
¡Que me demuestre alguien si un hombre sin derechos no es una declaración de guerra!
Alguna vez lo dije, y otra vez también y otra y otra. Y ahora lo quiero repetir, pero con las palabras de Isabel, sentenciosas, despaciosamente pronunciadas, casi deletreando: «La pobreza y el sufrimiento extremo son apenas separables y provienen de la manera como nos hemos construido como humanidad».
El autor es abogado.