Hans Christian Andersen publicó en 1937 su cuento “El traje nuevo del emperador” (Keiserens nye Klæder), más conocido como “El rey desnudo”. En él, se nos cuenta cómo un soberano vanidoso fue timado por unos sastres que le confeccionaron un traje que sería solo visible a los sabios, pero en realidad no había tal prenda, sino aire.
Evidentemente, el soberano, para no pasar por idiota, vio el traje como una prenda maravillosa. Así también lo hicieron sus cortesanos y colaboradores, quienes no quisieron tampoco pasar por idiotas. Solamente un niño, en su inocencia, fue capaz de advertir que en realidad el emperador andaba desnudo.
Este cuento me sirve como acicate para reflexionar sobre el peligro de la autocomplacencia y la autosuficiencia, máxime cuando no se cuenta con las competencias mínimas necesarias para ostentar un cargo o cumplir una función.
Pensarse y creerse a sí mismo como conocedor de la verdad absoluta, de estar por encima del bien y del mal, es un síntoma indefectible de haber caído en una grave crisis de autocomplacencia mezclada con autosuficiencia: no necesito de los demás, lo tengo y lo sé todo; así estoy bien porque nada me falta.
Cuando de bienes materiales se trata, qué bien, pero cuando es sobre cualidades personales (valores, actitudes, inteligencia, prudencia, moral, etc.) o de competencias profesionales, el autoexamen riguroso y, mejor aún, un proceso de escrutinio por los demás acerca de uno mismo se vuelve un elemento insoslayable, imperioso y urgente.
La ausencia de tales procesos podrían llevarnos, sin dilaciones —y sin remedio—, a un destino seguro: la mediocridad. Un mediocre satisfecho, feliz y orgulloso de su condición, producto de estar sumido en la ignorancia. Bien reza el adagio popular: ¡La ignorancia produce felicidad!
Signos de inepcia
En el proceso formativo, tanto en el papel de maestro como en el de alumno, la autosuficiencia y la autocomplacencia no pueden siquiera asomarse a nuestras vidas. Creer que sé todo, o que lo que me van a enseñar no es necesario, o que quien me lo enseña no sabe de lo que habla porque yo sí sé lo que es importante, desdeñando así el esfuerzo de quienes con mucho empeño, dedicación y luego de profundos procesos de reflexión han decidido cuál es la estructura de un plan de estudios, los contenidos temáticos, los procesos de facilitación, los elementos de evaluación y seguimiento, entre muchos otros detalles, no solo es un signo terrible de ignorancia, sino también de arrogancia. Es el mediocre feliz por su condición, solo porque en verdad ignora su realidad.
De parte de quien dirige, la misma verdad opera. No puede dirigir, ser cabeza, quien no sabe, quien no conoce. Si bien un loco con un arma es tremendamente peligroso, un rector mediocre e ignorante es pernicioso.
Para quien dirige un grupo de personas o una institución, dudar de lo establecido, incluso por la ciencia, es una buena práctica para sí mismo, porque de la duda surge la necesidad de estudiar en busca de la mejor respuesta, al fin y al cabo, la respuesta.
Solamente una vez que se haya sometido a prueba rigurosa al director o jefe mediante un arduo proceso de estudio, reflexión y escrutinio, se podrá saber cuán bueno, regular o deficiente es aquel, y cuánto de verdad o mentira ha dicho; antes no.
Una vez que lo sepan, con evidencia empírica y factual, deberá hacerse ver al director sus errores y se le exigirá la mejora o la dimisión del cargo por ser inepto, inexperto e inhábil para ostentarlo.
Ojalá el proceso viniera tanto de dentro como de fuera de la organización que tiene a tal dirigente; sin embargo, sabemos que tal cosa es casi imposible por los temores a las represalias cuando la crítica viene de dentro. Terrible error, pésima estrategia dirigencial.
Exigirnos a nosotros mismos
Quizás algunas veces, como personas al fin y al cabo, nos equivoquemos y caigamos en episodios de autosuficiencia y autocomplacencia: un lapsus brutus cualquiera lo puede padecer. La cosa es que no se convierta tal estado en nuestro modo habitual de ser, pensar y actuar.
Igual que debemos ser exigentes con el otro, debemos ser exigentes con nosotros mismos, pero, a la vez, al igual que nos perdonamos a nosotros mismos nuestra fallas, a veces autoeximiéndonos de nuestras responsabilidades, con la misma benevolencia deberemos tratar al otro. No se puede exigir al otro lo que no estoy dispuesto a dar.
Cada nuevo día, cada nueva experiencia, son oportunidades de alejarnos de la inicua ignorancia y la mediocridad. El Creador nos ha cedido talentos y debemos desarrollarlos, dejando miedos, perezas, omisión, autocomplacencia o autosuficiencia, para ponerlos al servicio de los demás.
No hacerlo, sería muy miserable de nuestra parte. Eso sí, debemos estar conscientes de cuáles talentos nos han sido dados y cuánto de ello realmente poseemos para, en un momento determinado, ponerlos al servicio de los demás.
Lo dicho hasta aquí se aplica a todos los que tenemos uso pleno de nuestra facultades mentales, no importa si dirigimos un país, un ministerio, una institución, una organización comunal, una familia o solo nuestra vida y la de nuestra mascota.
Hagamos siempre nuestro mejor esfuerzo, a conciencia y con ciencia, sometiéndonos sin temor al arbitraje de los demás, en especial de los expertos o conocedores, no vaya a ser que seamos como el emperador del cuento y venga un niño a demostrar nuestra ignorancia.
El autor es profesor de Epidemiología en la UNA desde hace 20 años. Ha publicado unos 140 artículos científicos en revistas especializadas.