Recién salido el Sol, un hombre fugaz de tez morena cierra la puerta de una camioneta gris del 89 y saca un llavero del bolsillo de su pantalón negro.
Elige una de las llaves y, dotado de inconfundible seguridad, toma control del candado de la puerta de una señora que aún no ha abierto los ojos, que no está consciente de lo que pasa. El personaje corre hacia la mesa de la cocina y agarra una olla.
De inmediato apura el paso de vuelta al vehículo, acompañándose de una sonrisa, y, con envidiable destreza, abre un enorme torneado –tarro– de aluminio que hay en el cajón para llenar el recipiente que lleva consigo.
Algo indeciso, extrae dos bollos de pan de una bolsa negra y corre de regreso a la mesa para dejarlo todo ahí. Huye, sigiloso.
No hay alarma. Ningún vecino se levanta, nadie dice nada. Tal parece que todo salió como lo planeaba, y así lo lleva a cabo con éxito desde hace 24 años.
Aunque hoy podría considerarse un acto criminal irrumpir en casas ajenas sin previo aviso o consentimiento, esto es habitual en la vida de Óscar Benavides y en la de unos cuantos lecheros que aún rondan las ciudades del país.
Benavides ha dedicado 24 de sus 56 años a repartir leche a domicilio, consciente de que suerte como la suya la tienen todavía pocos. “Antes éramos muchos más”, recuerda con melancolía.
Y es que, con el paso del tiempo, la antigua tradición costarricense que marca su jornada ha sufrido enormes cambios, pero se resiste a desaparecer.
Si amanece con suerte, lo escoltan de madrugada el más joven de sus cuatro hijos, su esposa, Virginia, y dos gatos.
Retratos de viejos recuerdos y un sinfín de tarros minúsculos de leche decoran la cocina. Hay una motocicleta en medio de la sala y en los pasillos de la casa se percibe un olor a confort de los ochenta, ya impregnado en las paredes.
Saca de su congelador artesanal, al que llama “marciano” o “enfrión”, cuatro tarros de aluminio con capacidad de 40 litros cada uno, y con fuerza los arroja hacia el cajón del carro. Se asegura, además, de llevar 90 bollos y piñas de pan, queso tierno y unas cuantas bolsas de natilla casera hecha por él.
Cerca de las 6:30 a. m. se le ve pasar por las calles de San Jerónimo de Moravia, distrito en que nació. Avanza hacia San Luis de Santo Domingo, San Isidro de Heredia y sus alrededores. Según cuenta, tres vecinos lecheros se encargan de abastecer lo que resta de la zona.
Unas 60 casas componen su trayecto diario, casi todas separadas por varios kilómetros estrechos y pedregosos. Frente a algunas toca el pito dos veces, y hay quien lo recibe con recipiente en mano.
En otras, el cliente no aparece y solo deja a la vista una botella que cuelga, ansiosa, de la verja.
A veces, sin siquiera ser visto, el lechero abre el portón, cruza la puerta, entra a la cocina, lava el envase (olla, pichel, botella de plástico), lo llena y lo deja en la nevera.
Por servicio a domicilio y concesión de extrema confianza no se realiza cargo adicional; se cobra ¢400 por botella llena, y quien quiera un bollo o piña de pan debe pagar ¢500, lo mismo por la natilla. Medio kilo de queso tierno cuesta ¢1.500.
Pocos le pagan al instante, algunos lo hacen por semana, otros cada quincena o incluso una vez al mes, pero normalmente cumplen.
No carga libreta de apuntes, calculadora ni cuentas; en su cabeza conoce la ruta de memoria, sabe perfectamente qué quiere cada cliente, cuándo y qué día le pagará.
Lo único que sí le es indispensable es una rama de ciprés que guarda dentro de la guantera de su vehículo. “Me ha dado suerte: el arroz y los frijoles nunca me han faltado, no he tenido un accidente y entonces yo creo que eso es bastante suerte, ¿no?”, ríe.
Incluso, después de dar cuerda a la serie de tertulias que alargan su camino, a las 10:10 a. m. solo le quedan cinco pedidos por entregar.
Así, sin excepción, el lechero finaliza su jornada antes del mediodía y no volverá a trabajar más sino hasta que vuelva a salir el Sol.