La historia del misionero estadounidense John Allen Chau, quien fue asesinado a flechazos el pasado 16 de noviembre en India por una tribu aislada, cuando intentaba evangelizarlos, podría no ser tan lejana como suena.
Muy cerca de Colombia sucedió algo similar, y la víctima fue una religiosa colombiana, quien murió tras ser atacada con lanzas por otro grupo aislado en Ecuador, en 1987.
Esta es la historia:
Así lo escribió la hermana Inés Arango al final de su testamento, que dejó el martes 21 de 1987 en la mesa de noche de su cuarto de la misión de las terciarias capuchinas de Francisco de Orellana, un pueblo metido en el Amazonas ecuatoriano.
La religiosa se despertó temprano, oró en la capilla, dejó la nota y se fue con monseñor Alejandro Labaka.
En las afueras del pueblo se subieron a un helicóptero rumbo a un lugar donde se encontraban los tagaeris, una tribu indígena guerrera, de pequeños hombres desnudos y de cabellos largos, que se había resistido a los hombres ‘blancos’ desde la llegada de los conquistadores españoles y que por esos días se enfrentaban a las compañías petroleras que intentaban buscar crudo en su territorio.
La aeronave llegó a un sitio cercano al río Tiguino, donde días antes habían dejado regalos para los indígenas, y los dos religiosos descendieron por cuerdas.
Una familia religiosa
La hermana Inés era la penúltima de los 12 hijos del matrimonio de doña Magdalena Velásquez Posada y Fabriciano Arango Franco, una prestante familia de Medellín, en cuya casa se rezaba todos los días el rosario y en cuyo árbol genealógico aparecían unos noventa religiosos.
Su hermana Fabiola y Cecilia se convirtieron primero en terciarias capuchinas e Inés tomó los hábitos a los 17 años.
"Cuando se reía, todo el mundo reía. Tenía unos ojos claros que le cambiaban de color con su ánimo. Se le ponían verdes, verdes, verdes, cuando estaba brava, cuando veía injusticia”, recuerda su hermana Cecilia.
Inés enseñó en escuelas de Tolima, Córdoba, Antioquia y cuando abrieron en 1977 la casa de la misión en la selva ecuatoriana no dudó en partir. Desde entonces, con monseñor Labaka, comenzó a tener contacto con los indígenas huaoranis, un grupo también guerrero, que no hablaban español y que la hicieron desnudar como ellos la primera vez que los vio.
“Pasábamos hasta dos semanas con ellos. Con el tiempo nos invitaban a comer, nos enseñaron su lengua y nosotras les enseñamos español”, recuerda la hermana Laura Fernández, otra religiosa colombiana, que vivía con ella.
Conviviendo con los huaoranis se le pasaron los años a la hermana Inés, que había cumplido ya los 50 cuando aceptó ir ese martes a donde los tagaeris, pese a que monseñor le había advertido que era peligroso y que dejara todo listo por si morían.
Atravesados por lanzas
El helicóptero volvió al día siguiente como habían acordado al mismo lugar, pero no los divisó. Regresó y se armó una comisión de rescate. En un nuevo sobrevuelo divisaron los cuerpos de los religiosos sembrados en la tierra con lanzas de palma de chonta, de tres metros. Un grupo descendió al sitio, donde ya no había indígenas.
El médico Jorge Garnica Sánchez, director del hospital del pueblo, no olvida ese día. “El padrecito estaba clavado bocabajo al piso con ocho lanzas y tenía como ochenta orificios. La hermanita era pequeña, una lanza le atravesaba la espalda y tenía el corazón afuera. Estaba lanceada por todos lados. Era espantoso”.
Al misionero José Miguel Goldarás le tocó ponerle el pie al cuerpo de Inés y sacarle una a una las lanzas. Lo mismo hizo con el cadáver de monseñor. Luego, los metieron en bolsas y se los llevaron.
“Una indígena tagaeri, que capturaron después los huaoranis, contó que los jóvenes de la tribu recibieron a monseñor e Inés, los invitaron a comer, pero cuando los mayores llegaron de cazar ordenaron matarlos, pues los petroleros le habían matado días antes a Taga, su líder, en un río y pensaron que eran de ellos”, recuerda la hermana Cecilia.
El funeral
Los cuerpos de monseñor y la hermana Inés fueron velados dos días en la catedral de Francisco de Orellana, a donde llegaron en avión las hermanas Cecilia y Fabiola, y en canoa un grupo de huaoranis que querían despedirlos.
El 24 de julio fue el sepelio. Les dieron una vuelta a la manzana. El ataúd de Inés lo cargó un grupo de prostitutas del pueblo, a las que ella les enseñaba a leer y a rezar el rosario. Luego los sepultaron a los pies del segundo escalón del altar, en medio de cantos indígenas.
La hermana Cecilia regresó a Colombia con tres de las lanzas que atravesaron a Inés, que tuvo que guardar en la bodega del avión, y con un trozo de su enagua ensangrentada. Llevaba también su testamento, en el que pedía que le dieran una parte del dinero que tenía a dos hermanas, otra parte a los pobres y otra a un lanchero al que le debía un viaje, mandato que cumplió al pie de la letra.
Los favores recibidos
Desde entonces, todos los 21 de cada mes se ha rezado sin falta una oración por su memoria en la casa de la misión y cada 21 de julio hay una gran conmemoración en esta selva. En este tiempo, su tumba se convirtió en sitio de peregrinación y su nombre lo lleva un colegio y una parroquia de la zona. Tiene una estampa, una oración y un libro de 369 páginas sobre su vida, que escribió Germán Castro Caycedo. Está en el largo proceso de convertirse en santa, como mártir de la Iglesia, y ya se habla de sus milagros.
Su hermana Cecilia vive en una casa de la comunidad en el barrio Quinta Paredes, en Bogotá, donde en una pequeña capilla reposa una de las tres lanzas que trajo. Las otras dos están en casas de la comunidad en Medellín y Roma.
La religiosa dice que así digan que Inés es una mártir que está en el cielo, su muerte todavía es un dolor muy grande para ella. “Sobre todo verla como la vimos, despedazada”. Comenta que le contaron en España que los huaoranis vengaron su muerte, le cortaron la cabeza a un jefe de los tagaeris y les dijeron a los misioneros que si la querían.
“Monseñor e Inés solo querían protegerlos de las petroleras que querían exterminarlos”, dice.
Mientras repasa las fotos de Inés, comenta que ya se ha manifestado en Colombia. Cuenta que en Medellín a una señora le iban a amputar una pierna porque le había dado gangrena y que ella se acordó de Inés y se le encomendó. “Cuando el médico fue a revisarla dijo que ya estaba sana y no se la cortaron”.
Confiesa que ha recibido también sus favores. “Una vez me caí y me hice dos chichones en la cabeza. En la noche me dolía, entonces cogí el pedazo de enagua ensangrentada, me lo puse en la cabeza y le pedí que me ayudara. Al día siguiente no tenía nada”, cuenta la religiosa, que se queda pensando y dice: “Si Inés me escuchara estaría molesta, porque ella no buscaba fama ni nombre”.
Francisco de Orellana (Ecuador)* Esta historia fue publicada en el 2007 en diario El Tiempo, de Colombia, por el periodista Luis Alberto Miño, quien visitó la zona donde ocurrió el ataque en el Amazonas, cuando se conmemoraban 20 años de la muerte de los religiosos.