El discurso populista suele venir acompañado de tintes autoritarios y de esfuerzos por concentrar –con diferentes motivaciones, pero todas ellas, por lo general, terriblemente negativas– el poder.
Los liderazgos populistas explotan no sólo la indignación y la desesperanza de los pueblos producto de décadas de políticas públicas insuficientes y de los abusos de ciertas élites, sino que además se aprovechan de sus prejuicios y de los lugares comunes que les habitan.
Uno sin duda extendido y por lo tanto explotado una y otra vez hasta el hastío, es la soberana idea de que un líder mesiánico y testosterónico es lo que se requiere para resolver los problemas coyunturales y seculares de la nación.
Se trata del extendido ideal del hombre fuerte que, con sendos golpes sobre la mesa y con más garrote que zanahoria, será capaz de alinear voluntades, cambiar las cosas y, sobre todo, hacer que las instituciones y su funcionariado se mueva.
Así, en esta puesta en escena, el “líder” busca llevar a cada institución una extensión de sí y de su poder, en su pretensión de controlar cada intervención o política pública con el fin de cumplir con su agenda –que es generalmente distinta que los objetivos colectivos– y, como esto generalmente va más de un espectáculo vacío que de sustancia, lo que se pretende es dar golpes de efecto que deslumbren a sus seguidores y atemoricen a sus opositores.
Pero en cada función de esta cínica puesta en escena, se destruye institucionalidad y gobernanza, ambos bienes preciados que las democracias, en especial en América Latina, en momentos de lucidez –desgraciadamente pocos y efímeros– han intentado construir.
Durante décadas se procuró construir instituciones que albergaran políticas públicas de largo aliento, basadas en la ciencia y ancladas en los hechos con el fin de evitar las vicisitudes –y los delirios– del poder, se crearon pesos y contrapesos no para entorpecer el tomar decisiones y realizar acciones, sino para evitar los riesgos autocráticos.
Se crearon, en síntesis, marcos institucionales y de gobernanza para las políticas públicas con la esperanza de poder mejorar su capacidad de satisfacer las necesidades de las personas, garantizar transparencia y rendición de cuentas y, sobre todo, atender problemas colectivos cada vez más y más complejos, como, por ejemplo, los relacionados con la equidad y el cambio climático.
La pasmosa facilidad con que vacíos y ambiciosos liderazgos adoptan mensajes polarizadores y populistas para obtener réditos políticos y, aún peor, la tendencia a dinamitar las instituciones, bajo la falsa promesa de la eficacia, una vez que, en el cada vez más azaroso juego electoral, alcanzan el poder es quizás el mayor de los peligros que enfrenta la convivencia democrática.
Pues al tiempo que destruyen, a partir de falsedades y golpes de efecto, la confianza de las ciudadanías y los espacios de acuerdo y construcción colectivos; cuando alcanzan el poder, se encargan de dinamitar la institucionalidad y las políticas públicas existentes, tornándolas en inservibles y opacas; reduciéndolas, en muchos casos, a mecanismos clientelistas.
Al final del día, el peor de los cócteles para la convivencia democráticas es, sin duda, aquel en el que se mezclan autoritarismo mesiánico, destrucción irreflexiva de instituciones, desmantelamiento de políticas públicas y violencia polarizadora. De él, sólo caos y deterioro de las condiciones de bienestar de los pueblos puede esperarse.