Que el Gobierno tuviera que recurrir al Banco Central para financiarse –por medio de las letras del tesoro– es preocupante y añade evidencia adicional de la precaria situación de las finanzas gubernamentales.
No cabe otra interpretación. Las letras del tesoro fueron concebidas como una excepción calificada, es decir, un recurso in extremis, mediante el que se recurre a la autoridad monetaria debido a un evento extraordinario, se han agotado otras posibilidades de obtener recursos y se corre el riesgo de incumplir alguna obligación financiera.
Lo poco virtuoso del mecanismo –la emisión de dinero para financiar al Gobierno– hace que el instrumento esté disponible, pero limitado por el legislador: hasta por 5% del presupuesto gubernamental, cancelable en 90 días o cuando termine el ejercicio económico, sin posibilidad de refinanciamiento, aprobado por mayoría calificada en el directorio del Banco Central y con la obligatoria comunicación al Legislativo.
Por eso resulta extraña la naturalidad con la que Hacienda ha justificado su uso como un instrumento tradicional para financiarse a menor costo –presionar menos al alza los tipos de interés– y un mecanismo para evitar que rendimientos al alza afecten negativamente el valor de los portafolios.
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Ese mensaje entraña varios riesgos. El primero se relaciona con la credibilidad de la política monetaria: justificar la medida como una forma de mitigar el impacto de la situación fiscal sobre los tipos de interés puede ser interpretado como cierta complacencia y disposición del Banco Central para facilitar el financiamiento gubernamental, en detrimento de sus objetivos de estabilidad.
Además –este es el segundo riesgo– el argumento de pretender evitar cambios en el valor de las carteras financieras puede crear riesgo moral. Los fondos de inversión y de pensiones y los portafolios de inversionistas individuales son gestionados de manera profesional, lo que supone que ha sido considerado todo el espectro de riesgos relevantes. Argumentar esa preocupación si las tasas suben y actuar para evitarlo, puede conducir a que los ahorristas asuman más riesgo, ante la percepción de la existencia de una especie de seguro implícito, algo claramente insostenible en la actual coyuntura.
Por último, los tipos de interés envían señales a la economía. En coyunturas en donde el desequilibrio fiscal los presiona al alza, ese movimiento no solo pretende que el sector privado reduzca su demanda por recursos para abrirle espacio al Gobierno; sino que, además, envía mensajes sobre la percepción de riesgo que conduce a que los niveles de gasto privado se ajusten ante la posibilidad de futuras eventualidades.
En este sentido, en un entorno caracterizado por una alta incertidumbre acerca de la disponibilidad y naturaleza del financiamiento que obtendrá el gobierno en los próximos meses, quizás lo más sano hubiese sido ir induciendo un ajuste ordenado al alza en los tipos de interés, más que recurrir a un mecanismo excepcional –justificado como transitorio e inocuo– apostando a que se materialicen eventos en el futuro que mejoren el acceso del Gobierno al mercado.