Es caprichosa la moda, sobre todo en el vestir. Desde que el taparrabo quedó perdido entre las selvas conquistadas, andar desnudo como costumbre inocente se transformó en rechazable inmoralidad.
Un pueblo aislado durante cientos de años mantiene sus costumbres; al ser conquistado, el vencedor le impone las suyas.
Cada cultura tiene formas distintas de vestir, generalmente de acuerdo con su tiempo, un lugar, la moral de sus propias religiones y según la capacidad económica de cada clase social.
En una época no tan lejana, si una mujer descubría su pantorrilla podría exponerse a vergonzosa excomunión, pero no si mostraba la mayor parte de sus características femeninas superiores con escotes que permitían ver hasta su forma de pensar.
Mi familia vivió –abuelos, padres, tíos, primos– en el centro de San José, y para la época escolar, se usaba, para los niños y los domingos, pantalón bombacho, media de lana a la rodilla y botines cubriendo los tobillos.
Cuando yo tenía diez años de edad, nos trasladamos a Alajuela. Al ingresar al quinto grado de la Escuela Ascensión Esquivel, mi madre me vistió con la citada indumentaria. Cuando ingresé al aula, la carcajada general creo que se escuchó hasta en la plaza de ganado que estaba a cien metros de distancia. En la tarde, presurosa, mi madre fue al mercado a comprarme un pantalón largo, camisa de manga corta y zapatos claveteados.
La nueva vestimenta me democratizó para adquirir después la ciudadanía alajuelense, moqueteándome con los compañeros.
Ahora la moda la imponen no los que conquistan territorios, sino los que adquieren la propiedad de los mercados. El comercio siempre fue trasformador de costumbres pero, hasta la época moderna, se hacía en forma lenta. Desde hace cuarenta años, la globalización universalizó con rapidez las costumbres, sobre todo las malas, y, entre ellas, un tipo único de moda. Primero fue el jean , que trascendió el rancho del vaquero norteamericano, inundó su propio país para saltar después sobre todas las fronteras del mundo. Fue la primera globalización conocida que, además, impuso un solo color. El bluejean uniformó a la juventud del mundo. Luego los hippies lo rasgaron, generalizando la semidesnudez, los pelos largos y la suciedad como moda, que en ellos era señal de protesta contra el capitalismo, pero en el resto del mundo solo se justifica por la universalización de la idiotez.
En Costa Rica no escapamos a esas influencias, por lo que los jóvenes, durante las últimas décadas, han estado dispuestos a pagar altas sumas de dinero por un pantalón usado, desteñido y roto en las posaderas; todos, semivistiendo exactamente igual. Es posible que la situación haya llegado a grados insoportables y que no poca razón asiste a los señores magistrados de nuestra Corte Suprema al indicar una forma de vestir para sus funcionarios y empleados, prohibiendo “enaguas cortas y blusas muy ajustadas, escotadas y transparentes”. En los hombres, no se permite el cabello largo ni la barba desordenada ni piercings ni tatuajes visibles, ordenando corbata y zapatos formales.
Lo nuevo de esto no es que una autoridad llame la atención sobre una determinada manera de vestir –que en otras épocas se usó–, sino que lo hagan los jueces. Siempre fueron los gobernadores y alcaldes de los pueblos quienes, con sus respectivos bandos, imponían el orden y las buenas costumbres.
Al finalizar el siglo XVIII, Cádiz era el centro comercial y político más importante de España y, posiblemente, de Europa. Por sus muelles entraban no solo mercaderías, sino nuevas modas. Un vestido diferente podía indicar una manera de pensar.
Preocupado, el gobernador político y militar de la plaza, general Foudeviela, dio un bando que prohibía el uso de “traje a lo jacobino”, exponiendo: “Varios jóvenes irreflexivos usan de ciertos vestidos, modas y adornos que no siendo propios de sus naciones respectivas, los ridiculizan con escándalo, forzando una distinción sospechosa, notable, susceptible a la crítica, expuestos a ser maltratados y ofendidos”. Más adelante, el bando enfatiza: “Que ninguna persona de cualquier estado o calidad fuese vista con surtú largo hasta los pies, calzón llamado pantalón”.
Que todas las personas que trabajan para el Poder Judicial costarricense sean vistas con surtú yblusas gruesas y hasta el cuello, parece que declara el nuevo bando judicial, opuesto como se aprecia a la intención del gobernador político y militar de Cádiz. Es posible que, sin proponérselo, nuestros magistrados estén señalando la mayor preocupación nacional: la ingobernabilidad, o sea, el no saber quién es el que debe portar, largo hasta los pies, ese calzón llamado pantalón. Tal vez la solución esté allí, en descifrar el significado filosófico, cívico y político del uso adecuado del surtú y de la correa que lo sujeta.