Lo que hacen con toda esa gente es humillarla y hacerles manifestar temores, miedos, conflictos e intimidades de todo tipo, que no son para ventilar de esa forma ni como parte de un espectáculo-negocio.
Los gringos, que han inventado casi todos esos shows televisivos y son maestros del reduccionismo, a todo le tienen una fórmula mágica. Dicen que un buen guion se construye sobre tres pilares: amor-sexo, violencia-odio y felicidad-fracaso. Y arranque a hacer cocteles con la gente, y hágales creer que son ídolos de verdad cuando como mucho son unos buenos títeres.
Pienso que hacen cosas que en realidad no son auténticas aunque den impresión de naturalidad; por todos lados se respira un aire de montaje que en ciertos momentos se convierte en desverguenza.
Hay en esos programas abundancia de erotismo barato apoyado por una tecnología al servicio de la imaginación desbordante de los guionistas y productores, reforzado todo eso con la presencia de expertos que capacitan a los participantes en el baile, el canto, la actuación, la moda, la expresión corporal y las “artes amatorias”.
Entre todos fabrican esos “muñecos de cuerda” que salen a actuar “espontáneamente”. No es que algunos de ellos no lo hagan técnicamente bien. Es que todo el montaje es una auténtica explotación y manipulación de los participantes que acaban haciendo cosas simplemente para llamar la atención, para lograr puntaje, para que no los saquen de la competencia. Y sabemos cómo sacarlos o dejarlos, simplemente orquestando llamadas para votar a favor del que interese.
La comidilla de todos los días, entre la gente de todas las edades, son esos personajes y sus avatares, esos “héroes” que, como quien no quiere la cosa, señalan a los demás sus intimidades en un acto de sinceridad de muy dudosa ortografía. Dan ganas de decirles: por favor no sean tan ridículos, no jueguen con cosas serias porque de pronto acaban por creer que son personajes dignos de alabanza.
Cuando esos nuevos ídolos desnudan su interioridad, nos revelan sus amores, sus odios, sus ambiciones, sus problemas de autoestima, sus traumas y su afán de poder, de dinero y de placer. Por desgracia esa es la “gran lección” y el impacto que causan en el público. ¿Será que el resto de la programación de televisión ofrece algún contenido que sirva de contrapeso a esas dosis de frivolidad exagerada? Todo parece indicar que no o que si los hay, lo logran en escasa medida.
Muy bien cuadran aquí unas palabras de Vargas Llosa (“La sociedad del espectáculo”):
“Inquietante anticipo de los abismos a que puede llegar una cultura enferma de hedonismo barato que sacrifica toda motivación y todo designio a divertir... La frivolidad consiste en tener una tabla de valores invertida o desequilibrada en la que la forma importa más que el contenido, la apariencia más que la esencia y en la que el gesto y el desplante –la representación– hacen las veces de sentimientos e ideas”.