La confusión representa, como se ha comentado reiteradamente, la característica de la política nacional actual. El pluripartidismo no ha sido, como se dijo, una expresión viva de la democracia, sino el reino de la logomaquia. Así que desembocar en conclusiones o posiciones razonables y oportunas, en bien del interés público, se ha hecho imposible.
En esta situación, en que la palabra y la razón se han distanciado, la labor de la oposición, que hace un año se bautizó como una alianza por Costa Rica, se ha circunscrito a formular aspiraciones para ganar las elecciones del 2014. Todo se endereza hacia la consecución de este objetivo electoral. En este proceso hacia la victoria electoral, la confusión es total. Lo que se enunció ayer no existe hoy, y lo que hoy se propone o declara, se pulveriza mañana.
La democracia y la política pueden ser complejas y difíciles, por ser, en última instancia, combate de ideas y de personas, recubiertas de emociones e intereses, pero no por ello ha de prevalecer la confusión. El secreto está en mantener en su lugar los principios y las prácticas de la política y de la democracia, que son transparentes, sencillos y concretos. Cuanto más nos alejemos de ellos, por motivos espurios, en mayor grado contaminaremos el interés público y la propia libertad.
En un artículo del martes pasado (“Cuando los caudillos desaparecen”), en este periódico, Carlos Alberto Montaner presentó una síntesis de estos principios y prácticas fundamentales, al analizar el descarrilamiento de la democracia en muchos países. Se trata, como expresé, de principios y prácticas simples, cristalinos, cuya comprensión no requiere mayor ciencia. Poseen la fuerza y la claridad de los diez mandamientos y, en general, de los grandes enunciados de las religiones, del derecho natural y del sentido común.
Dice así: “Si hay alguna moraleja en esta triste historia (la del poder político y la democracia) es que el mesianismo y los caudillos carismáticos son tremendamente perjudiciales para las sociedades (dígase lo mismo de los gobernantes mediocres o corruptos). No hay sustituto para el poder racional arraigado en las instituciones, la subordinación a la ley, la meritocracia, la competencia, la rotación ordenada de los mandatarios y la cordialidad cívica con el adversario. Es así como se gobiernan las treinta naciones más exitosas del planeta”, cuya síntesis se llama institucionalidad o “poder arraigado en las instituciones”.
Aunque a muchos parezca simplista, este es el recto camino, empedrado de autoridad, para evitar el despeñadero. La columna de ayer de Jorge Vargas Cullell nos lo demuestra.