Petros era militar y vociferaba el día entero de manera vagamente parecida al canto. Le decían “el comandante cantante”. Su hija predilecta se llamaba Evangelia. Esta se casó con Georges, un farmaceuta económicamente boyante, que tenía un apellido impronunciable para nosotros, hispanoparlantes: Kalogeroupoulos. A su llegada a los Estados Unidos, en 1923, lo redujo, atinadamente, a Callas.
El matrimonio tenía una hija de cinco años, Yakinthia', y luego el hueco negro de Vassilis, gema de la familia, muerto de meningitis a muy temprana edad. Evangelia llegó a Nueva York, embarazada del que sería su tercer hijo. Ni por un momento pensó que pudiese ser una hija.
Rechazada. Durante nueve meses preparó su ropa, su cuna y pensó en cientos de nombres, cada uno más épico que el anterior, para bautizarlo. Cuando en el hospital le trajeron al bebé y descubrió que era una niña, se limitó a decir: “¡Llévensela!”, se volvió para el otro lado y se puso a contemplar melancólicamente la nieve que caía lenta, pesada como sus ilusiones.
Entretanto, Georges se refocilaba con todas las mujeres que se le cruzaban en el camino. Fue un padre ausente y un esposo con veleidades de sultán.
Cinco días después de nacida su hija, Evangelia aceptó por fin verla. Ni siquiera habían pensado en qué nombre ponerle. No pudiendo llegar a un acuerdo al respecto, terminaron por llamarla Ana Sofía Cecilia María. Durante aquellos cinco días, el primer sentimiento de la niña debió haber sido de rechazo. Solo meses después, sus grandes ojos negros terminarían por abrirse paso hacia el corazón de la madre, con más resignación que amor.
A los seis años, dando ya muestras de un excepcional talento vocal, su madre la llevaba a los concursos radiofónicos a la sazón de moda. María era premiada cuando ganaba, reprendida cuando perdía. Así pues, la niña creció sin ese basamento psicológico que es el sentimiento del amor incondicional.
María debía ganarse el amor de sus padres a punta de éxitos. Era un cariño condicionado: o te convertís en una gran cantante, o no te queremos. La niña rechazada llegaría a convertirse en “la Biblia del canto” (Bernstein), la “voz del siglo” (Serafin), la “voz de oro” (Karajan), la “divina” (Toscanini).
La inmensa pasión de María Callas, todo su talento, su pasmosa disciplina, clamaban por lo mismo: “¡Ámenme!”. La niña rechazada desde el seno materno llegaría, en efecto, a ser universalmente amada.
Música integral. Evangelia era todo menos evangélica: codiciosa, venal; tenía clara preferencia por su hija mayor, explotó artísticamente a María y le robó su infancia. La niña comenzó odiando el canto. Era gordinflona, feúcha y torpe, y debía usar espesos lentes para remediar una miopía que, hacia el final de su vida, la llevó a entrar a escena poco menos que ciega.
La familia regresó a Grecia. En el Conservatorio de Atenas, María fue rechazada por su falta de conocimientos teóricos y su ignorancia del solfeo. A diferencia de la mayoría de los cantantes que jamás existieron, María llegaría irónicamente a ser no sólo una cantante, sino una analista profunda de la armonía, el contrapunto, el ritmo y la forma de las obras que ejecutaba.
Todas sus decisiones interpretativas tenían un sólido fundamento musical: por esto era querida por los más exigentes directores de la época: Serafin, Toscanini, Bernstein, Karajan, Giulini, Pretre, Gavazzeni. No era una señora “que cantaba muy lindo”; era una música integral, conocía las partituras mejor que los propios directores.
María llegó a estudiar doce horas al día, cosa que quizás no impresione a un pianista, pero que es casi inconcebible si se considera que el cantante tiene a su propio cuerpo por instrumento –con la fatiga y el desgaste que esto implica para el aparato anatómico productor de sonido–.
Callas no solo practicaba gorgoritos: investigaba los aspectos formales de las obras, leía sobre los rasgos dramáticos de los personajes que interpretaba para mejor encarnarlos: Norma (Bellini), Tosca (Puccini), Medea (Cherubini) la Traviata (Verdi), Lucía de Lamermoor (Donizetti), Ana Bolena (Donizetti).
Como decía Isaac Stern: practicando puntual y razonablemente, se pueden lograr cosas muy bonitas en el arte, pero hay ciertos fenómenos de excelencia suprema que sólo aparecen cuando la vida entera del intérprete está consagrada a su oficio.
El alma de una voz. María Callas fue lo que se conoce como una “soprano absoluta”: era capaz de encarnar a Isolda (voces descomunales, gruesas, “de pecho”, capaces de competir con una orquesta wagneriana llena de metales soplando a todo pulmón) y a las heroínas del mundo belcantista.
Aquí urge hacer una distinción: no es lo mismo ópera que belcanto. El belcanto es un estilo; la ópera es una forma. Con excepción de algunas canciones aisladas, todo belcanto es operático, pero no toda ópera es belcantista.
El belcanto es un estilo cultivado por Mozart, Bellini, Donizetti, Rossini y el temprano Verdi (esto es, desde fines del siglo XVIII hasta mediados del XIX). Sus prioridades eran la elegancia, la pureza, la plasticidad de la línea, las agilidades, los trinos y gorjeos de toda suerte, la técnica depuradísima.
La ópera puede ser belcantista, pero bien puede ser muchas otras cosas. Más que destreza en las filigranas, la ópera puede requerir, de los cantantes, poder de proyección, voces caudalosas, timbres más oscuros, colores más dramáticos, potencia y grosor.
María fue soberbia como soprano belcantista, pero tenía una cualidad rarísima en el mundo del canto: podía actuar como mezzo-soprano (más grave) y como contralto (todavía más grave). En rigor, su voz es incatalogable. Se ha dicho que no es realmente bella, pero esto es falso. Hay que acostumbrarse a ella; después de ese proceso, es magia pura.
Una rosa para María. Era una reina en escena; devino una mujer de fascinante belleza, por la inteligencia y la pasión que su rostro traslucía, una actriz escalofriante: “llenaba” con su presencia el escenario, magnetizaba. Para usar la terminología lorquiana, al mismo tiempo tenía “ángel” y “duende”. Fue actriz favorita de Visconti, de Zefirelli ¡y de Pasolini, quien rodó una película con ella en el papel de Medea!
Dos compañeros marcaron su vida: el industrial Giovanni Battista Meneghini, treinta años mayor que ella; y luego un señor muy mediocre, cuyos únicos méritos eran tener un montón de plata y ostentar el nombre de uno de los más grandes filósofos de la historia.
Al comienzo de su relación, Aristóteles Onassis le traía limusinas, que, al abrirse la puerta, derramaban cataratas de rosas. Al final, y cuando la carrera de María declinaba, le decía: “Es a mí a quien debes todo: tú nunca tuviste otra cosa que un pito en la garganta, y ya hasta eso se te ha roto”.
En 1973, en París, María compró un apartamento a pocas cuadras del Arco de Triunfo (hay una calle llamada “María Callas”) y llevó una vida de reclusión y melancolía, organizando ocasionales giras de recitales con Giuseppe di Stefano. Desgraciadamente, ambas voces estaban ya ostensiblemente deterioradas.
El 16 de setiembre de 1977, María desayuna en la cama, siente de pronto un agudo dolor en el costado izquierdo, va al baño y se desploma. Cuando el médico llega, la encuentra muerta de un infarto del miocardio. ¡María Callas, muerta del corazón!, pero ¿de qué más había de morir una mujer capaz de pasiones tan hiperbólicas?
En 2006, un floricultor creó la rosa “María Callas”, de un fucsia más tenue que lo habitual. Cosa insólita –milagro de la sinestesia–, cuando uno escucha la voz de María, efectivamente siente que es el color pictórico que correspondería a su color vocal. María Callas, la voz de su siglo, la heredera de la Malibran y la Pasta, “electricidad en estado puro” –la llamaba Bernstein–.