No recuerdo en cuál de los aeropuertos de Nueva York, cientos de sospechosos de terrorismo, comunes y silvestres pasajeros en tránsito, sufríamos el ya rutinario control de seguridad para abordar el siguiente vuelo. Cada uno ejecutaba maquinalmente la misma pantomima: vaciaba bolsillos, depositaba su cinturón o laptop en una palangana gris, descalzaba sus pies.
En medio de toda esa congoja, una pareja de octogenarios esperaba su turno. Llegado el momento, los agentes de seguridad le exigieron al anciano, visiblemente enfermo, levantarse de su silla de ruedas para verificar que no llevase en ella ningún arma cortopunzante; que no escondiese ninguna bomba o solución que le permitiese fabricarla... La pareja explicó que eso le era costoso y doloroso. El agente repitió la orden, esta vez un decibel más alto. Pasado el momento de humillación y maltrato, una pasajera le hizo un comentario al agente que no alcancé a escuchar. “Todos estábamos en esas torres”, le respondió este, sin duda aludiendo a los atentados del 11 de septiembre del 2001.
Desde el 11-S, viajar por avión significa pasar por ese tormento, el cual, más que proteger a las personas, desata una psicosis colectiva que ya ha cobrado víctimas. Hace varios años, una de ellas fue un conciudadano que padecía de esquizofrenia y a quien las fuerzas del orden estadounidenses mataron por haberlo confundido con un terrorista.
Existen hoy formas insidiosas de control policial que, con el pretexto de combatir el terrorismo, son un claro atentado contra las libertades individuales. En un artículo publicado en el diario digital ruso Gazeta.ru (traducido en el semanario francés Courrier International ) el analista Gueorgui Bovt describe lo acontecido tras los atentados en la maratón de Boston como un punto de inflexión en la lucha antiterrorista post 11-S. Omnipresencia de cámaras de vigilancia en las calles, toque de queda, teléfonos bajo escucha, inspección de las cuentas en las redes sociales... Boston estuvo en estado de sitio durante varios días, señala.
Los próximos 3 y 4 de mayo, el país recibirá la visita del presidente Obama. Todo un reto en seguridad, según el ministro Mario Zamora. Tan es así que se ha decretado asueto para empleados públicos en siete cantones centrales. Las vías aledañas a la Cancillería estarán cerradas; comercios, e incluso hospitales, se verán afectados en su desempeño, en detrimento de las personas aseguradas. La tan cacareada libertad de tránsito, que el Gobierno dice defender cada vez que una manifestación paraliza por horas alguna calle de San José, merece ser sacrificada ahora por dos días, no por una emergencia de salud pública, no por un terremoto, sino por la visita diplomática, sobre todo simbólica, de un presidente... ¿Cómo se justifica tal exceso? La visita de Obama bien vale restringir las libertades individuales, dirá acaso la Cancillería...