Como la vejez no aparece de un día para otro, sino que va apareciendo, casi no nos damos cuenta del transcurso del tiempo. Llegamos a una edad que nos torna dubitativos: si continuar subiendo o devolvernos. Pero algo es cierto, si proseguimos hasta la cima, podemos contemplar un panorama antes inapreciable, de mayor luz, sentido y amplitud. Además, allí podemos recapitular, pensar en el camino recorrido, y si te enteras de que no has vivido en balde, puedes gritar orgullosamente hacia los espacios abiertos que has aprovechado la vida y que nunca morirás.
Asimismo, descubrirás que trabajaste siempre para sembrar, recoger y disfrutar de las cosechas y que ahora se te presenta la oportunidad, también de sembrar, pero para que otros recojan y se alegren con los frutos. Y en esto consiste la vejez, en producir alegremente para el futuro, en saber que tienes todo el tiempo del mundo para dar.
Hoy me siento joven y resplandeciente porque, a los ochenta y siete años que cumplo, he descubierto algo maravilloso: no soy yo el que envejece sino la edad la que está envejeciendo. La que entra en edad es ella, que, por haberla vivido, ha salido de mí, quedándose atrás, cada vez más antigua.
Pienso que puedo seguir disfrutando de mi tiempo, del placer de vivir y gozar ciertos deleites. Por esto, oídos sordos pongo al parecer de Arquitas de Tarento, hombre ilustre de la Antiguedad griega, que aconsejaba, en la vejez, sacudir el yugo de los placeres, refugiándose solamente en el don del entendimiento.
La razón es consecuencia que la edad nos deja; por tanto, debemos comprender que cada época tiene su sazón, esa madurez del ánimo que nos permite comprender que podemos disfrutar del momento que estamos viviendo, y que ese momento debemos aprovecharlo con entendimiento y goce simultaneamente.
Nadie ha sabido, al amanecer, si en la tarde todavía continuará existiendo; por consiguiente, aprender a vivir placenteramente bien podría ser una inteligente conquista de tu libertad espiritual.