El poeta Juan Ramón Jiménez se gozaba en ser incómodo cual pariente pobre que se aparece cuando los demás leen un testamento. Quizá por esto se diga que asustan los aparecidos, aunque los aparecidos rara vez son nuestros primos terceros. Los testamentos son el método infalible que logra que, al fin, toda la familia se dedique a la lectura. La lectura de testamentos es la otra forma inventada para que salgamos defraudados sin votar en elecciones.
Hablando de espectros, los auténticos aparecidos vienen con la casa, como se ha practicado durante largo tiempo y con mucho éxito de sustos en los castillos de Northumbria, país cuyo domicilio ignoramos, pero que suena a niebla, arrastres de cadenas y a Harry Potter. Un castillo sin fantasmas es tan insólito como una segunda vuelta sin elecciones.
Por supuesto, hay categorías: un castillo con vizconde penador siempre es más caro que un condominio suburbano con fantasma de mayordomo asesino a quien se le ha quedado la inercia de aparecerse a la hora del té.
Volviendo a Juan Ramón Jiménez, él se había fabricado una peculiar ortografía, que suprimía la x; y escribía ‘esquisito’, palabra que, en él, era también una autobiografía. En su libro Política poética, J. R. J. puso: “Escribo así porque soy muy testarudo, porque me divierte ir contra la Academia y para que los críticos se molesten conmigo” (p. 389).
Lo que Juan Ramón no nos aclaró es de dónde vino la palabra ‘testarudo’, que ha dado origen a tercas discusiones. Para el etimólogo español Joan Corominas, derivó de ‘testa’ más el inocente sufijo ‘-udo’ (= ‘tozudo’, ‘ventrudo’, etc.); empero, para el etimólogo mexicano Guido Gómez de Silva, surgió de ‘testa (cabeza) ruda’.
Lo más feliz e indocumentado es suponer que ‘testarudo’ es un cambio de letras (metátesis) en ‘testaduro’ (cabeza dura). Si no lo aceptan bien las etimologías, podríamos probar con la biología.
Hace 2,5 millones de años, algunos ancestros del Homo sapiens sufrieron un accidente en la cabeza; nada grave: solo el debilitamiento de un músculo que, como un casco, rodeaba el cráneo y bajaba para levantar la mandíbula. Este cambio se debió a una mutación del gen MYH16.
Así lo cuenta el filósofo Claudio Gutiérrez Carranza en su libro El humanismo replanteado (p. 184), el Novum organum de la filosofía costarricense. Así nos lo explica también el filósofo español Jesús Mosterín en su libro La naturaleza humana: “Es posible que una tal mutación desempeñase un papel decisivo en el origen del género humano” (p. 129).
La debilidad de aquel músculo permitió que se levantase el hueso de la frente (inclinado en los primates) y que creciera el lóbulo frontal de cerebro, ausente en los primates. En aquel lóbulo reside nuestro pensamiento abstracto.
El testarudo Juan Ramón Jiménez († 1958) nunca conoció las ventajas que a veces nos da el no ser tan testaduros.