
Jacques Sagot / jacqsagot@gmail.com
Si hay un compositor que ilustra elocuentemente la moderna noción de “obra única” –usada fundamentalmente, pero no únicamente, en teoría literaria–, ese es Gustav Mahler, el gran alucinado, el funámbulo a horcajadas entre los siglos XIX y XX, el romántico que persistió en cultivar la armonía y las formas tradicionales cuando ya Scriabin, Stravinsky y Schönberg se traían abajo, a golpes de disonancia, 300 años de música tonal.
Con la excepción de un cuarteto para piano y cuerdas, Mahler no compuso otra cosa que sinfonías y vastos ciclos de canciones con acompañamiento orquestal. Existía una relación simbiótica entre sus sinfonías y sus ciclos de canciones. Algunas sinfonías nos hacen el efecto de descomunales ciclos de canciones, y, correlativamente, sus ciclos de canciones estaban imbuidos del espíritu y monumentalidad de las sinfonías. De hecho, varios de los temas de las canciones migran a las sinfonías, y viceversa. ¿Autoplagio? Recordemos el apotegma de Hitchcock: “el estilo no es otra cosa que el auto-plagio sistemático”. Las sinfonías y ciclos de canciones de Mahler están llenos de citas propias, de música folclórica, o de otros compositores.
Como nadie en la historia de la música, él cultivó la intertextualidad, y lo hizo abiertamente, sin resquemores injustificados.
Macrocosmos
¿Por qué Mahler no escribió música sacra, piezas de cámara, conciertos, poemas sinfónicos, música descriptiva, óperas? Porque las sinfonías eran, para él, macrocosmos, en los que pasaba del estilo sacro al estilo operático, de la más pura música de cámara a momentos en los que un instrumento emerge como solista en un contexto concertante, y donde todo pareciese contarnos un historia (un periplo geográfico, o un viaje íntimo, una peregrinación del alma en busca de su tierra natal). Y no olvidemos que, en tanto que intérprete, Mahler fue, en primerísimo lugar, director de ópera (en Viena, Budapest y otras ciudades).
Las sinfonías de Mahler son inmensos murales, colosales lienzos en que se dan la mano la ópera y la música pura, la recóndita ternura de la música de cámara, el fervor de la música sacra, el épico fragor de los poemas sinfónicos… Para él, la sinfonía era el género absoluto, el género paradigmático: en ese descomunal continente de cuatro, cinco o seis movimientos, recreaba todos los estilos y formas que nunca abordó de manera explícita.
Primera sinfonía
Si exceptuamos a Brahms –cuya Primera Sinfonía nace, como Palas Atenea, vestida, armada y lista para el campo de batalla–, ningún otro compositor comenzó su jornada a través de la sinfonía tan auspiciosamente como Mahler (las primeras sinfonías de Haydn, Mozart, Beethoven, Schubert, Dvorak, Chaikovski, Bruckner no se acercan siquiera a la calidad de sus obras de madurez. Son tentativas, experimentos, obras de aguiluchos geniales en las que adivinamos apenas el gesto imperial de los grandes depredadores. Sin embargo, Mahler nació águila: su Primera Sinfonía es tan bella, tan madura como cualquier otra.
Todas las sinfonías mahlerianas pareciesen contarnos algo, describir, evocar, narrar. El siglo XIX fue la gran era de la novela (Balzac, Dumas, Hugo, Dickens, Galdós, Flaubert, Zola, Verne, Wilde, Dostoievsky, Tolstói, Gorki). La sinfonía es el equivalente musical de la novela romántica o realista del siglo XIX: una compleja macronarrativa con una pléyade de personajes, situaciones conflictivas, temas y subtemas, desarrollos y desenlaces… todo un mundo lleno de humana efervescencia, auto-contenido en una “novela-río”, o en una hora de música.
Según Mijaíl Bajtín, el rasgo fundamental de la novela es la heteroglosia (la coexistencia de varios modos del habla, discursos, campos léxicos, dialectos, modalidades retóricas, sociolectos). Pues bien, así las cosas, las sinfonías de Mahler son heteroglósicas: cohabitan en ellas la tonada popular, la secuencia religiosa, el contrapunto de Bach, la retórica de Beethoven, Schumann y Brahms, el folclor de Europa central y occidental, y muchas cosas más.
La Primera Sinfonía es música hiperbólica, exorbitada, divinamente excesiva: los sentimientos evocados llegan a nosotros sobremodulados, amplificados por la sensibilidad mórbida del compositor: el recogimiento en la naturaleza, la rústica alegría de la danza pueblerina, la premonición de la muerte (marcha fúnebre sobre una versión en modo menor, pervertida y desfigurada, de la canción Frère Jacques , y la lucha y la victoria final del héroe, que no es otro que el ser humano.
Como dice Dante en su Divina Comedia : “ per aspera ad aspera ”: “por el camino del dolor, hacia las estrellas”. Tremenda jornada, la que Mahler propone. Nos toma de la mano y nos lleva por los círculos del infierno, pero luego nos devuelve a la luz, transfigurados, más bellos y más puros.