“Gran depósito de ataúdes de Abraham Márquez & Co. Además del gran surtido que siempre hay en este acreditado establecimiento, se acaban de recibir últimamente los mejores modelos de ataúdes de fierro con tapas de cristal con sus correspondientes agarraderas de metal, forrados en rosa a la última moda de París y Estados Unidos, y además un magnífico grande catafalco, como también mesas y candelabros para el servicio de casas particulares”.
El anuncio anterior se divulgó en el periódico La República del 1.° de octubre de 1890 y formó parte de iniciativas que, hacia fines del siglo XIX, tendieron a propagarse en los medios de difusión locales sobre el tema de la muerte.
En el aviso sobresale un llamado a estar a la “última moda” en ritos funerarios; a la vez, se muestran de forma explícita los adelantos experimentados en el extranjero en asuntos de construcción de catafalcos y objetos afines.

“De una sola vez”. Otra publicación ofreció informaciones reveladoras sobre la importación de modelos europeos en el arte del diseño de losas y criptas funerarias:
“Para el Día de Difuntos. Realización completa a precios sin competencia. Es más eterna y más barata, una linda losa de mármol blanco ó negro con su enlace precioso, y sencilla dedicatoria, más fúnebre, propio y severo para cubrir los sepulcros, que esas ridículas inscripciones pintadas tan comunes (y hoy rechazadas gracias al adelanto y progreso del país) que existen en el cementerio, y algunas tan afuera de la Academia Española, y que los dolientes gastan dinero restaurando cada año, aprovechen hoy la oportunidad, que con poco costo y de una sola vez obtendrán una lápida para nicho ó bóveda bien acabada con su correspondiente epitafio grabado, plomo ó reheve. Acudan que se van acabando” (Diario de Costa Rica, 8/9/1898).
Resulta interesante la forma en la que el escultor elogió los patrones del arte en el mármol propio de naciones de mayor desarrollo, y marcó distancias con el trabajo artesanal de Costa Rica.
Aquel anuncio de prensa sugiere la existencia de una clase social ya habituada al consumo de productos importados, más costosos, incluidos algunos empleados en las honras fúnebres.
La contratación de cierto tipo de cortejo incluía el empleo de finos carruajes, la compra de lápidas y cruces de mármol, de coronas florales y de tarjetas de recordación. En algunos casos podría pagarse la construcción de mausoleos.
El precio del protocolo. En el caso de los ataúdes, los costos estaban sujetos a tres criterios básicos: el tipo de material con que se construyesen (granito, madera, hierro o mármol), su origen (nacional o extranjero) y su tamaño (para adultos o para niños).
Lorenzo Durini –autodenominado arquitecto, constructor y negociante en mármoles– suscribía amplios avisos. En ellos ofrecía diseñar mausoleos, estatuas, lavatorios y pilas para jardines, de mármol. Durini empleaba material procedente de las canteras de Carrara (Italia), famosas por proveer el mármol más blanco del mundo, utilizado ya en el arte europeo de la Antigüedad y del Renacimiento.

Así, Durini, comerciante italiano instalado en San José, ofrecía “Lápidas para nichos desde diez hasta doscientos pesos” (El Heraldo de Costa Rica, 29/12/1897).
Otro comerciante funerario, Abraham Marqués, vendía cajas mortuorias desde el precio más bajo hasta el más elevado. Sin embargo, el mayor atractivo que daba a sus clientes era un tipo de paquete promocional:
“El que compre el ataúd y servicio de Catafalco se le facilitará gratis el uso de un elegante coche fúnebre. La casa también se hará cargo de la distribución de cartulinas y todo lo concerniente al ramo” ( El Heraldo de Costa Rica, 24/12/1897).
El negocio de Marqués se emplazaba en las cercanías de las oficinas del telégrafo, en pleno corazón capitalino. El comerciante procuraba de este modo pugnar en el competitivo mercado de bienes y servicios mortuorios.
Un mundo comercial. Un aviso rubricado por Jacinto Roig en 1894 daba a conocer al público la reciente construcción de un carro fúnebre que brindaría servicios tanto en la capital como en las provincias cercanas y en pueblos vecinos.
De acuerdo con Roig, un viaje al panteón josefino tenía un costo de 15 pesos; un desplazamiento a los cementerios de Cartago o de Alajuela costaba 75 pesos; un traslado de difunto en carruaje a Heredia, Santo Domingo o Tres Ríos se brindaba por 40 pesos (El Diarito, 26/04/1894).
El negocio de Roig estaba en las inmediaciones del que llegaría a ser el Teatro Nacional, y representaba una especialización destinada a personas de alto poder adquisitivo.
Había, pues, un mundo comercial compuesto por el uso de carruajes que trasladaban a los difuntos hacia los cementerios; por la venta de lápidas de mármol, féretros de madera, cruces, mausoleos y tarjetas, y por la aparición de avisos asociados con los ritos funerarios.
Todos esos elementos permiten comprender parte de las importantes transformaciones sociales que se experimentaban en la Costa Rica de fines del siglo XIX.
La autora es historiadora y profesora de la enseñanza de los Estudios Sociales.