El recuerdo que guardo de ella, con motivo de su muerte, es un manojo de vivencias que juegan en el tiempo y el espacio: Ana como la gran actriz; Ana como la gran amiga, siempre leal y solidaria; Ana como ese ser humano, ejemplo de autenticidad, cuya verdad interior también supo trasladarla a los grandes personajes que interpretó en su magnífica carrera.

Repaso la época en la que Ana y yo éramos jóvenes, en la década de los cincuenta del pasado siglo. Formábamos parte del Teatro Universitario y debutábamos en una obra titulada Topaze , del autor Marcel Pagnol, dirigida por Lucho Ranucci. Ana tenía el papel principal femenino, y Fernando del Castillo, el protagónico; ambos demostraron un genuino talento. Yo hacía un pequeño papel que disfrutaba tan solo por el hecho de estar en el teatro.
Mujer-talento. Ana continuó sorprendiendo al público como primera actriz en el Teatro Universitario al interpretar grandes papeles en obras de Lorca, Sartre, Tennesee Williams... En una ocasión, con motivo de una gira a Guatemala, en 1955, la prensa de ese país declaró a Ana Poltronieri –cuyo seudónimo teatral era entonces Paula Duval– como la mejor actriz centroamericana.
Años más tarde, tuve el privilegio de dirigirla en exitosos montajes, como La visita de la vieja dama , La danza macabra , Perdón, número equivocado y La loca de Chaillot , entre otros. En cada una de esas ocasiones me deleitaba su talento.
Muchas veces trato de encontrar una justa definición para esa palabra: talento. No me satisface ninguna, pero sí puedo concretarla en las personas que lo poseen, como en el caso de Ana. Esto me trae a la memoria lo que dice un personaje de Bernard Shaw en una de sus obras: “La verdad es que el talento me posee. Es el genio. Me obliga a ejercitarlo. Debo hacer uso de él. Soy grande cuando lo ejerzo; en otros momentos soy una persona común y corriente”.
Ana Poltronieri sabía que el talento la poseía, pero esta seguridad no le impidió ser también una persona común y corriente, llena de encanto y sencillez, dueña de un contagioso sentido del humor, a quien aprendimos a amar de la misma manera que admiramos en escena.
“¿Cómo era Ana en persona?”, se preguntarían aquellos que no la conocieron: un ser humano cálido, amable, pero también de temperamento fogoso e inquieto, “la Poltro”, como le gustaba que la llamaran. Era totalmente profesional en su oficio, pero siempre generosa y solidaria, de fácil comunicación; y, en el ámbito de lo privado, divertida a morir.
La nostalgia. Siempre la requerían, con cariño, sus amigos a sus reuniones y fiestas. Con frecuencia, se dejaba acompañar de una guitarra para dejar oír su hermosa voz de contralto e interpretaba, con gracia, canciones de su vasto repertorio. Ana repartía talento; es cierto, pero también mucho amor y alegría.
En una temporada, coincidimos en Europa algunos de los miembros del viejo Teatro Arlequín, “los arlequines” , como nos gustaba llamarnos. Todos realizábamos de cierta manera estudios relacionados con el teatro. Yo estaba en Francia, Flora Marín en Suiza, Ana en España, donde también se encontraban Anabelle y Lenín Garrido. Decidimos, entonces, reunirnos en Madrid.

Pasamos memorables veladas en casa de los Garrido, donde mucho nos divertimos con Ana, especialmente cuando contaba sobre su experiencia española. Ana pudo haber hecho carrera en España si hubiese querido, pero su nostalgia por Costa Rica demostraba lo contrario.
Pasión de una vida. La Poltro me acompañó después a París, ciudad que visitaba por primera vez. En la Ciudad Luz, bien recuerdo, gozamos en grande, pese a los escasos recursos con que contábamos como becados. Con el pretexto de obtener vivencias que pudiésemos utilizar después en el teatro, pasamos ratos divertidos en las cuevas del barrio Latino y en Montmartre. Claro que también visitamos museos y los sitios históricos de rigor, como Chartres, el valle del Loira, etcétera.
De todos esos momentos en París, hay uno que siempre recordaré: la entrevista que tuvo Ana con la primera gran actriz del teatro francés María Casares , de origen español, luminaria del cine de Jean Cocteau y musa de Albert Camus. Ambas simpatizaron desde el primer momento y se trataron como si se hubiesen conocido de toda la vida.
El tiempo fortaleció nuestra amistad. Sí, de Ana podría contar innumerables anécdotas. Seguiré pensando en ella, sin duda. Hasta creo que podría escribir un libro que quizás titularía algo así como Ana Poltronieri: talento, pasión y alegría de una vida en el teatro.