¡Vive, vive, la criatura está viva! Sus músculos y arterias saltaban debajo de la piel amarillenta; el cabello oscuro, suelto y abundante; los labios estirados y negros. Jamás un mortal pudo soportar el horror de contemplar aquel semblante.
Este “monstruo” fue concebido por la imaginación de la inglesa Mary Woollstonecraft Shelley, hija de la fundadora del feminismo y una mujer cuya vida fue una auténtica novela, al principio de amor y con un final de horror.
Para que al lector no le dé taquicardia, es bueno adelantar que Mary, a los 16 años, huyó con su amante Percy Bysshe Shelley, un reconocido poeta romántico de aquellos tiempos.
Que el bardo estuviera casado, fuera padre de un niño y la esposa estuviera embarazada del segundo retoño, fue apenas una anécdota para los amantes; quienes mandaron todo a la porra y se fueron a vivir su idilio –en 1816– en una cabaña, a orillas del Lago Leman, en Ginebra.
Allá se hospedaron en compañía del poeta Lord Byron, quien estaba bien acompañado por Claire, hermanastra de Mary y querida del inglés.
Ese año llovió a lo bestia por aquellos lares; el agua caía a mares y los relámpagos rajaban la noche como hachazos. El espantoso tiempo excitó los ánimos de la pareja, aún más porque Byron insistió en que –para matar el aburrimiento– leyeran historias de terror.
Como el temporal seguía y las lecturas escasearon se les ocurrió inventar sus propias narraciones. Al principio Mary no sabía qué decir, pero una noche tuvo una pesadilla.
Aturdida por el sopor y antes de dormirse los vio: el doctor Frankenstein y al miserable ser que creó. Esa noche nació el nuevo Prometeo.
Rompecabezas humano
En ninguna parte de la novela de Mary Shelley se alude al nuevo ser con el nombre de Frankenstein, más bien lo llamaban demonio, miserable, desgraciado y muy pocas veces “monstruo”.
Carecía de nombre porque era un símbolo de la orfandad y de la ausencia de sentido humano con que fue construido; el doctor Víctor Frankenstein –personaje central de la obra– lo fabricó con cadáveres robados de las tumbas, las salas de disección, patíbulos y mataderos.
Al contemplarlo en su laboratorio Víctor exclamó: “¡Cómo expresar mis emociones ante aquella catástrofe, ni describir al desdichado al que con tan infinitos trabajos y cuidados me había esforzado en formar!”
El científico se inspiró en las investigaciones de Luigi Galvani y los experimentos de Erasmus Darwin –abuelo de Charles Darwin– según los cuales la electricidad podría reanimar a organismos muertos.
Los románticos del siglo XIX estaban impresionados por los avances de la ciencia y la tecnología, y convencidos de que el hombre podía controlar la naturaleza y develar los secretos de la vida y de la muerte.
La criatura de Frankenstein era un enorme humanoide de 2,43 m de altura, fabricado con esas dimensiones porque era más fácil manipular las partes humanas a ese tamaño.
Contrario a las versión cinematográfica el bicho hablaba varios idiomas, francés y alemán; leía con fruicción a los clásicos de la literatura, como Plutarco –Las vidas paralelas–, a John Milton –El paraíso perdido– y el Werther de Wilheim Goethe.
Solo que su aspecto siniestro ocasionaba las peores reacciones: las mujeres caían desmayadas, los niños gritaban histéricos y lo hombres empuñaban la hoz para desguazarlo.
El engendro pidió a su “padre” que le hiciera una mujer, tan horrible como él, para poder sobrellevar la soledad; pero el doctor desistió ante la posibilidad de que la pareja procreara más monstruos.
Ante la negativa, el desgraciado entró en cólera y mató a todas las personas que amaba el Dr. Frankenstein: el hermano, el amigo y la prometida, y, de paso, a los campesinos que se le atravesaron.
El infeliz huyó al Polo Norte y hasta ese lugar lo persiguió su creador para matarlo, pero no pudo. Al final de la obra aparece el monstruo flotando sobre un témpano y desaparece en la oscuridad.
Monstruo del cine
La gran pantalla creó al verdadero monstruo. De un ser abrumado por las dudas existenciales, pasó a un demonio infernal que botaba turbas de campesinos, como si fueran bolos de boliche.
En 1910 el celuloide grabó la primera versión de Frankenstein; hubo que esperar hasta 1931, y a Boris Karloff, para que el mito adquiera el estándar que todos conocen hoy en día.
El filme delineó los estereotipos que seguirían las otras cintas: el sabio que se cree Dios, el jorobado maldito, los cadáveres descuartizados, el laboratorio que parece venta de repuestos, los relámpagos, la cama que sube y baja, el monstruo con su cabezota plana, las manazas y la costura que le surca el rostro.
Las taquillas reventaron de espectadores ávidos de orinarse del susto; por eso Universal Pictures decidió sacarle punta al tema y produjo: La novia de Frankenstein; El hijo de Frankenstein; El fantasma de Frankenstein y toda una gama de variantes, cada una más descabellada que la otra.
Entre las más descacharrantes destacó El joven Frankenstein, una parodia dirigida por Mel Brooks; por dicha, en 1994, Kenneth Branagh recuperó la dignidad a la criatura y Robert DeNiro caracterizó al mejor Frankenstein, después de Karloff.
Ningún ser tuvo un aspecto tan espantoso como aquel desdichado que, por la voluntad de un megalomaníaco, vino a un mundo que ni lo entendió ni lo aceptó.
Corazón de fuego
La desgracia separó a Mary de su amante Percy Bysshe Shelley. Este murió ahogado y su cuerpo fue quemado a la orilla del mar, según un antiguo rito griego.
Aún llameante un amigo del occiso le arrancó con las manos el corazón y, tras varias disputas, se lo dieron a la viuda, que lo guardó en un pañuelo.
Cuando Mary murió hallaron el órgano, reseco y polvoriento, en la gaveta de un escritorio; los deudos lo pusieron en una caja de plata y lo enterraron junto al hijo de Shelley, el niño que el poeta dejó botado por ir tras las faldas de Mary.