Cuando en el invierno de 1965 llegué por primera vez a Tokio, rumbo a Pekín, al salir a la calle me impresionó sobremanera ver semicubiertos por tapabocas los rostros de los transeúntes. No eran algunas caras, sino todas, y en mi mente a esos utensilios yo los asociaba con cirujanos y enfermeras operando en un quirófano. ¡Qué disciplina! No disciplina social, como aquí llamamos lo que allá es tradición y costumbre, tal como ese otro fenómeno de la ‘distancia física’ que entre los japoneses se impone saludando sin tocarse, con una reverencia a varios cuerpos de lejanía.
Una semana después de mi paso por Tokio, situado ya en Pekín, la presencia de los tapabocas era tan invasiva como la de la capital japonesa. Andando el tiempo comprobé que esta era también la norma en Pekín, aunque con mayor rigor en la primavera, cuando desde el desierto de Gobi llegan allí verdaderas lluvias de tierra. Mi conclusión fue entonces que el uso de tapabocas por parte de la población era un fenómeno típico de Asia, como medida preventiva contra las gripes y la contaminación.
Junto con la declaratoria de la OMS del 6 de agosto como Día Mundial del Tapabocas, caigo en cuenta de que este elemento es, sin duda, el personaje del año que se ha ganado el derecho a que se cuente su historia.
Los orígenes
El tapabocas fue uno de los casi 1.500 descubrimientos chinos registrados por el gran sinólogo Joseph Needham en su obra Science in China. No solo, como es de conocimiento común, son invenciones de la China antigua la pólvora, la brújula, la imprenta y el papel, sino también, entre muchas otras, las embarcaciones impulsadas por ruedas con paletas, la rueda hidráulica de molino, la perforación de pozos profundos, los relojes mecánicos (seis siglos antes que los europeos), el arnés y algo aparentemente insignificante pero utilísimo: el rascador de espaldas fabricado en bambú.
Volviendo al tapabocas, de acuerdo con reconocidos historiadores, sus primeros orígenes se sitúan en la dinastía Zhou occidental, (1122 a 771 antes de nuestra era), cuando los chinos conocían ya los efectos producidos por fluidos de la boca y la nariz y tendían a ladear la cabeza cuando hablaban, para evitar contaminar a otros. Era una señal de respeto. Según Mencio, el más destacado seguidor de Confucio, alguna vez uno de sus alumnos se expresó así: “Todo mundo pasa delante de Xi Zi tapándose las narices, pues huele a diablo”. No es leyenda, sino un fenómeno consignado en remotos anales chinos, que la halitosis y la sobaquina merecían sanciones tan drásticas como el destierro a parajes remotos.
En los palacios cortesanos de la dinastía Yuan (1271 a 1368) era norma que todos aquellos que participaban en banquetes, no solo los sirvientes, se cubrieran la boca y la nariz con un pañuelo de seda para evitar que cualquier emanación pudiera aterrizar en los platos del emperador. Este es el antecedente más lejano de la que en estos días de coronavirus conocemos con los nombres de mascarilla o tapabocas. Sin embargo, solo a principios del siglo XIII, las mascarillas comenzaron a tomar forma, tal como Marco Polo lo registró en sus diarios escritos durante sus dos décadas de estadía en China.
Un accesorio universal
En las pandemias históricas, las mascarillas han desempeñado un papel importante en la prevención y bloqueo de la propagación de gérmenes. En 1897, el alemán Midach introdujo un método mediante una gasa que cubría la nariz y la boca para evitar así la invasión de bacterias. Esta especie de mascarilla constaba de una sola capa de gasa y había que mantenerla sujeta con la mano, lo cual era demasiado incómodo. Más tarde, alguien se ingenió una mascarilla hecha con una gasa de seis capas que se ataba al cuello. Era como decir “dele la vuelta y cúbrase nariz y boca”.
En 1897, Huberner, un alumno del médico alemán Mikulic, implementó algunas mejoras a esa mascarilla: cortó dos capas de gasa en forma de rectángulo e introdujo entre ellas un soporte de alambre que, yendo por ambos lados de la cabeza, se lo sujetaba por detrás. Esto no solo resolvió varios de los problemas descritos, sino que también hizo que la mascarilla fuera más cómoda y confiable.
A finales del siglo XIX, el patólogo alemán Ledersch fue el primero en aconsejar a los médicos y enfermeras que usaran las mascarillas a fin de prevenirse contra infecciones contagiosas. Pero fue a principios del siglo XX, con la gripe española, que mató a unos 50 millones de personas en el mundo, cuando los tapabocas se convirtieron, por primera vez, en un elemento imprescindible para el público, ordenados por los distintos gobiernos del mundo a toda la población como la mejor herramienta para combatir el virus. Fue en ese momento cuando se hizo patente la idea de la globalización y no, como se cree, en la década 80 del siglo XX.
En 2003, a raíz del SARS (síndrome respiratorio agudo), diseminado en el sur de China y algunos países vecinos, el uso de las mascarillas alcanzó su punto máximo. En 2004 se desató la llamada gripe aviar, otra vez en la citada región, y cinco años después vino la gripe A H1N1, y en cada una de dichas circunstancias los tapabocas aparecieron como protagonistas de la peste en los principales medios de comunicación del mundo.
En 2010 comenzaron a aparecer mascarillas estampadas y, poco a poco, se desarrollaron como adornos de moda utilizados en la vida diaria. En 2011 aparecieron mascarillas personalizadas de alta gama.
Un símbolo de la pandemia
Volviendo atrás, en 1847, Ignaz Philipp Semmelweis, profesor asistente en el Hospital General de Viena, descubrió por azar que las infecciones eran causadas por bacterias y, en 1861, el microbiólogo francés Louis Pasteur confirmó que las bacterias flotaban en el aire. En 1897, otro microbiólogo, el alemán Kyle Frugg, y sus alumnos llevaron a cabo un experimento clínico bacteriano para verificar el nocivo efecto de la saliva como vector de contagio. Por vía experimental, se pusieron a toser y a estornudar a distancias de 60 centímetros, 2 metros y 6 metros de una placa de Petri. Los resultados demostraron que las bacterias se hospedaban y crecían allí.
En 1910, se desató una plaga de neumonía en China originada en la región rusa del lago Baikal. Con Harbin como epicentro, se extendió rápidamente hasta llegar a las provincias de Hebei y Shandong. La situación iba de mal en peor cuando en diciembre de ese año fue nombrado el doctor Wu Lian como supervisor adjunto para la prevención de epidemias. Wu hizo que trasladaran a Harbin personal médico de diferentes facultades y escuelas de medicina del país y se puso a la cabeza de las investigaciones sobre la ruta de transmisión de la peste neumónica. Pronto descubrió que el contagio se transmitía por medio de gotas de saliva penetrando por la nariz. En ese momento, el Gobierno chino impuso como obligación en todo el territorio nacional el uso del tapabocas.
Las mascarillas se han convertido en China en una industria madura, con una producción anual del orden de los 1.600 millones de dólares. Ha mejorado notoriamente la calidad de sus diseños y del material con que se producen. Además de los tapabocas para el uso en cirugías, existen subcategorías como son las confeccionadas para contrarrestar la entrada de polvo a los pulmones y otras contra el esmog. Es algo que todos en cualquier lugar del mundo reconocen: los tapabocas constituyen hoy, como ningún otro elemento antivirus, la imagen símbolo de la actual pandemia.
* El autor, Enrique Posada Cano, es escritor y sinólogo, exdiplomático de Colombia en China, fundador del Instituto Confucio de la Universidad Tadeo Lozano y director del Observatorio Virtual Asia Pacífico.