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(Alexey Stiop/Shutterstock)
El regreso a casa siempre es especial y en Costa Rica sucede que, cuando se sobrevuela el territorio nacional en preparación para un aterrizaje, es difícil no emocionarse en ese instante en que las nubes descubren el relieve característico de nuestras cordilleras. Porque las montañas, con ese abanico de tonos de verde, son parte de nuestra identidad y, con ellas, también los volcanes.
Ser parte del Cinturón de Fuego del Pacífico significa que contamos con algunos de los volcanes más sorprendentes del mundo. El mismo territorio costarricense es el resultado de un complejo vulcanismo que dio inicio hace unos 75 millones de años. Y si tomamos en cuenta todo sitio o cráter en el que se hubiese originado una erupción, llegamos a la sorprendente cifra de 112 aparatos volcánicos, de los cuales al menos ocho son altamente visitados.
Algunos volcanes son complejas estructuras de las que forman parte los pueblos, bosques y campos agrícolas que descansan en sus faldas y laderas, otros elevan su imponencia en la cima de las cordilleras, cuentan con lagos sulfurosos de colores intensos o con aguas termales que emanan del interior de la tierra. La mayoría son parques nacionales, centros de actividades turísticas de aventura y también origen de historias y leyendas.
Siglos atrás, estos colosos vivientes ya estaban en nuestra historia para bien o para mal, porque, al mismo tiempo que nos han dejado experiencias de destrucción, también nos regalan suelos que se encuentran entre los más fértiles y además son grandes atractivos turísticos.
Uno de los más queridos lo es, sin duda, el Poás, con erupciones incluso en tiempos muy recientes y en 1747, la primera que se conoce. Para contar su historia, allá por los primeros años del nuevo milenio, me fui a San Pedro de Poás a entrevistar a don Jaime Murillo, un productor de la zona en cuya finca llegó a estar prácticamente el mismísimo cráter.
Me contaba don Jaime que con tan solo 11 años presenció en los primeros años de los 50 uno de los periodos eruptivos más fuertes y, cuando finalmente llegó la calma, el cráter terminó siendo muy frecuentado por azufreros, quienes hicieron un trillo hasta lo más profundo del mismo para viajar con botellas de vidrio que llenaban con el agua ácida de la laguna cratérica y luego vendían en las farmacias para aliviar el dolor de muelas. Y es que bastaba que ese líquido se metiera en el hueco de un diente para provocar su caída en poco tiempo. Como si fuera poco, esta particular medicina servía también para quemar las verrugas del ganado y hasta para el tratamiento de llagas.
En 1930, los vecinos de San Pedro de Poás Manuel Murillo, Inocencio Murillo y Julio Ugalde, con el financiamiento de Pancho Herrera, realizaron la quijotada de llegar en un Ford del 28 hasta el mismo cráter en una época donde no había carretera y solo se podía entrar a caballo. Tardaron varios días abriéndose paso por la llamada “cuesta de Los Arrepentidos”, donde no pocas veces requirieron el apoyo de bueyes. Avanzaban con el carro durante el día y en la noche regresaban a sus casas a dormir.
Conversando con don Jaime y viendo tantos Murillo en las historias, junto al hecho de que mi papá se llamaba exactamente igual que él, descubrí con gran sorpresa que estábamos emparentados y que entonces a mí también me unía ese ambiente lluvioso y fresco de montaña salpicado de cultivos de café, helechos y fresas.
Don Jaime me contó, además, que entre los años 50 y 60 todos los 19 de marzo, día de San José, se realizaba una romería hasta el cráter, donde la gente dejaba en alguna piedra la inscripción con la fecha y el año. Incluso se oficiaba misa a orillas del cráter. Hoy la tradición ha desaparecido; don Jaime hace tiempo que también nos dejó, pero el Poás sigue siendo el coloso más visitado del país y, en mi caso, colado como otro pariente más en la historia familiar.