Tardé dos horas recorriendo los 12 kilómetros que hay del trabajo a mi casa. Algo sucedió la tarde del jueves: lo mismo que ocurrió la tarde del lunes, del martes, del miércoles y del viernes. La gente se mueve por las carreteras.
Lo cierto es que cuando ya estaba llegando al cruce de San Miguel me ataqué a llorar. El bus pasó casi rozando mi carro, el del Toyota hizo todo lo posible para no darme campo y el Suzuki de atrás pitaba a más no poder. Para peores, mi vejiga no podía más, las tremendas ganas de orinar hacían que hasta me doliera meter el clutch.
Solo quería apagar el motor. Bajarme. Gritar. Orinar ahí mismo. Detener el tránsito con mi espectáculo. Dejar el carro botado y seguir a pie hasta mi casa.
Las calles de nuestra ciudad colapsaron. He perdido minutos, horas, que podría haber pasado con mis perros, o conversando con mi mamá, tomando café con mi papá. Paso mucho tiempo metida en el carro escuchando música clásica a ver si acaso neutralizo los madrazos que más de una vez me han lanzado desde la ventana de otro auto.
Ese tipo que me gritó “malparida” (porque no hice el alto lo suficientemente rápido), bien podría ser mi vecino, mi compañero de trabajo, mi futuro suegro, el señor amable de la cafetería. Tras el volante somos otros. En Costa Rica, no conozco un lugar más hostil que las calles.
La Gran Área Metropolitana (GAM) abarca únicamente el 4 % del territorio nacional; sin embargo, alberga a casi el 60 % de la población. Ese 60 % se pelea por un pedacito de asfalto donde transitar. En este trozo de Costa Rica se concentran muchas actividades laborales, de salud y de educación..., y todos batallamos por llegar a tiempo a nuestras obligaciones en medio del caos vial.
Alternativas hay; malas, pero hay. Ustedes no tienen idea lo mucho que admiro a mi amiga Andrea que va al trabajo (desde Tres Ríos hasta Tibás) en bicicleta. Ida y vuelta. Yo con la bici tengo un problema: la última vez que lo intenté, un camión me orilló tanto que casi caigo a una quebrada; luego de eso, un mae me gritó lo rico que debía de estar mi zona íntima vaginal toda sudada (por supuesto que el imbécil usó otras palabras más soeces). Entonces, desistí de ese hermoso medio de transporte.
Ahora procuro dejar cada vez más el carro en el garaje y trasladarme en bus. A mí me encantan los buses de Desamparados porque tienen una pantallita donde van poniendo videos de recetas de cocina y otras informaciones, pero me da algo de temor cuando me toca esperar en una parada oscura y solitaria. He escuchado más de una historia de asaltos bajo esas circunstancias.
La inseguridad nos hace aislarnos, meternos en un carro donde solo viaja el chofer, generar más contaminación y más filas interminables para entrar a las rotondas. Estrés, vejigas que explotan, personas que rompen en ira o que, como yo, rompen en llanto.
Perdemos demasiado tiempo valioso que podríamos haber aprovechado con nuestras familias, perdemos tiempo productivo, perdemos horas de sueño. Los libros que he dejado de leer.
A todo esto se le llama deseconomía urbana y es producto de un crecimiento urbano descontrolado, insuficiente espacio vial, carencia de infraestructura vial adecuada, transporte público ineficiente, crecimiento de la flota vehicular e inseguridad ciudadana.
Costa Rica pierde tiempo, pierde plata, gana pacientes en la Caja de Seguro Social, pierde vidas porque siempre hay un loco que en medio del caos saca un arma y dispara.