
José Miguel Corrales sigue teniendo miedo. El temor de hoy se compara con el que de chiquillo lo llevó a esconderse debajo de la cama cuando Ricardo Saprissa Aymá visitó Paraíso de Cartago con la liga infantil para jugar contra el equipillo del barrio, en el cual era centro delantero quien llegaría a ser, años después, más conocido por su carrera política que por su paso por las canchas del balompié.
Y, más recientemente, por violar la Constitución Política, poner en peligro la vida de miles de costarricenses, incluidos policías y una mujer embarazada, y causarle al país pérdidas económicas por $2,8 millones diarios.
José Miguel Corrales Bolaños es de sangre italiana, porque la abuela quedó impresionada cuando los romanos vinieron a construir el ferrocarril, y ella cruzó el Rubicón de la moral de principios del siglo XX en busca no de uno, sino de dos Pompeyos. El abuelo de Corrales se llamaba Cayetano Bianchini y el de uno de sus tíos, Emilio Pincelli.
La suerte estaba echada. Corrales llevaba en el ADN los mismos genes que Giuseppe Meazza y Silvio Piola.
Lo fichó el Saprissa, fue seleccionado infantil y un día, llegando al entrenamiento, le preguntaron: “¿Qué hacés aquí, si anoche te vendieron al Cartaginés?”. Así, cambió de camiseta, y a sus 82 años es cartaginés-saprissista.
En 1967, Cartago disputó el campeonato con Saprissa. El equipo cumplía 18 partidos invicto. Solo con el empate, Cartago era campeón.
“Pasaron los noventa minutos cero a cero. Cabito Elizondo hizo un saque de puerta, lo cogió Luis Chacón en mitad de la cancha, tiró una patada a lo que saliera, se fue la bola… goool del Deportivo Saprissa”.
La anécdota termina con un análisis del propio Ricardo Saprissa: “José Miguel —le dijo—, para ser campeón se necesitan tres cosas: la primera, un buen equipo, y ustedes lo tienen; la segunda, una buena junta directiva, y ustedes la tienen; y suerte, ¡y ustedes no la tienen!”.
Si los centennials lo oyeran contar estas epopeyas, se perderían en un mar de datos históricos y mitología presentes en la actualidad solo en los anaqueles de las bibliotecas o hurgando en las profundidades de la Internet.
Para ilustrar, de centroizquierda, decimos hoy; socialdemócrata, se declara él, fiel a los principios de los padres fundadores del Partido Liberación Nacional (PLN) pese a no comulgar con los de La Lucha y San Cristóbal desde enero del 2005.
Es de hablar sin pausa y señalar “infiltraciones”, pero nunca lo denuncia ante el Ministerio Público. No lo hizo cuando fue parte de la Comisión de Narcotráfico, y aseveró que la alta autoridad política estaba infiltrada por el narco, tampoco cuando los piquetes, estando al frente del Movimiento Rescate Nacional junto con Célimo Guido, fueron tomados por traficantes de drogas o “fuerzas tenebrosas”, como las describió él.

Señala con el dedo acusador, reparte culpas, mas se abstiene de procurar la justicia mediante los instrumentos de la democracia. Insiste en resolver los problemas del país aprobando un referendo revocatorio.
Su papá era alcohólico y el olor a alcohol le revuelve los intestinos, pero la razón no es lamentar la adicción, sino pensar siquiera un minuto en la posibilidad de conceder el negocio a las empresas privadas.
Suena paradójico, pero fue el miedo a la anunciada privatización de la Fábrica Nacional de Licores uno de los motivos por los cuales él y la esposa, Isabel Irola, se unieron en la desventura de ir a bloquear carreteras.
Otra razón fue frenar el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional; Polifemo cuidando a Galatea. Un imposible en la crisis actual.
Sueña con la Costa Rica de los estancos, de los años ochenta, en manos de un Consejo Nacional de Producción obsoleto a estas alturas del partido. Reniega de las cadenas de supermercados, pero ignora que Amazon, Facebook, YouTube, Google, Apple, Netflix y un sinfín de transnacionales “se llevan la riqueza de Costa Rica”, gravitan en la nube y no se les siente ni el olor.
Cree en la Costa Rica campesina. La casa, en Yas de Santiago de Cartago, es una extensión de su cosmovisión. Casona de distintas maderas nacionales, adornada con poltronas, lámparas de pared estilo farol, amplios corredores, una cabaña para celebraciones y, en el fondo de un zaguán, el lararium con su respectivo san Miguel arcángel derrotando al maligno.
La pareja tiene 53 años de casada, a lo cual deben sumarse diez más de noviazgo. Llevan la vida juntos; por eso ella siempre está a su lado, incluso en los bloqueos. Fue testigo de la toma del movimiento por el narcotráfico, flagelo que el marido combatió cuando fue diputado en tres administraciones; fue testigo de la violación de la carta magna, defendida por su compañero de vida, redactor de la ley de creación de la Sala Constitucional, en 1989.
Hay dos hechos de los cuales Corrales declara haberse arrepentido: del bloqueo de carreteras y de su firma para la sanción impuesta a Daniel Oduber por el PLN en 1991.
“¿Por qué violar la ley?”, le pregunto. “¿Por qué fue don Pepe a la guerra?”, me responde. Aunque los tiempos son distintos, el fin, según él, justificó volver a calzar los tacos en octubre—para retomar la metáfora—, en plena pandemia, con la mala suerte, como le advirtió Ricardo Saprissa, de producirle un daño al país mucho peor que un planchetazo a un futbolista rival en una final mundialista. La posible sanción queda en manos de los tribunales.
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La autora es editora de Opinión de La Nación.
