
Su vida carecía de un segundo acto. Nadó en drogas desde los seis años, durmió en los callejones, chupó licor y casi se guinda del cuello.
Una tarde de julio del 2003 entró a una hamburguería, pidió una grandota con doble queso y embarrada de salsas, y tomó la decisión de su vida: lanzó al mar la bolsa de drogas.
Tampoco fue que se deshizo del guante de Thanos ni de la máquina del tiempo de Ant-Man, pero sí del lastre que lo tuvo anclado a la adicción, la desesperación y el fracaso.
Hollywood es el único lugar en el universo donde Robert Downey Jr. pudo amasar una fortuna a puras muecas y juegos de palabras.
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Ahora suenan lejanos los días en que cobró $50 mil por una película, opacados por los $75 millones que se embolsó por la última cinta de Los Vengadores, y nada comparable a los $10 millones por salir 15 minutos en Spider-Man: Homecoming.
Esta vez ni un centavo fue a parar a los dealers del azúcar del diablo en Los Ángeles; casi todo lo gastó en alguno de sus 24 autos de lujo o en sus extravagantes mansiones, como la del molino de viento del siglo XIX que remodeló en Nueva York.
La envidia es muy mala consejera, y Robert la atrae con más fuerza que Magneto.
El cielo se equivocó
Los espectadores de corazón de flan sienten aprecio especial por los muerdequedito. Downey Jr. bajó y salió tres veces del infierno, con apenas un rasguño como si fuera hijo de dragones.

La vida le pintaba bastos. Con seis años su progenitor –Robert– le sirvió un buen porro de marihuana; a los 28 fue nominado a un Oscar y a los 31 despertó en una celda bañado en sangre.
El padre era actor, escritor, productor, director de fotografía y de cine; la madre –Elsie Ford– fue actriz en las películas del marido. Eso explica porque el niño traía en sus genes el calvario de las tablas, desde que nació el 4 de abril de 1965 en Manhattan.
A los cinco años debutó como Puppy, en la infamante cinta Pound dirigida por su papá. El filme narraba la historia de un grupo de humanos encerrados en jaulas como perros, que esperan el momento de la adopción o ser sacrificados.
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Las adicciones del patriarca arrastraron al jovencito y llevó una adolescencia irrigada por el alcohol y las drogas; a los 13 años la pareja se divorció y Robert se fue con su padre a California, dejó la secundaria y después volvió a Nueva York.
El papel de Julian Wells –en Less Than Zero– lo colocó en la mira de los chupasangre de Hollwyood; fue en su notable representación de Chaplin donde mostró que tenía talento, el cual dilapidó entre películas mediocres y centros de rehabilitación.

Sobrevivió como todos los mortales: fue camarero, dependiente y extra teatral. Para su fortuna Marvel, en 2007, fundó una productora para competir contra Batman, pero no tenía los derechos de Spiderman y X-Men y empezó con Iron Man.
Esa fue la vuelta de tuerca para Robert. Los dueños querían a Tom Cruise pero se conformaron con Downey Jr., era más barato que el cienciólogo y encarnó a la perfección al arrogante y sarcástico Tony Stark. Dio vida a un mito y se forró de billetes para siempre.
Momento a momento
Antes de ser Iron Man, Robert era una chatarra andante. A principios del 2000 la policía lo rescató de un callejón infestado de ratas, y rogó a los oficiales que lo encerraran.
La prensa especializada le predijo el destino de una estrella, pero cayó como un meteorito lleno de la cocaína que le recetaban el padre y Jack Nicholson. En el carro tenía una Magnum 357, lista para embarrar el parabrisas con sus sesos.

Sus amigos Sean Penn y Dennis Quaid lo llevaron arrastrado a un centro de rehabilitación; de ahí escapó por la ventana del baño y pidió aventón –vestido con la ropa del hospital– para llegar a la casa de un conocido en Malibú.
En la revista People afirmaron que era bipolar, pero ningún médico respaldó ese pseudodiagnóstico periodístico. No era depresivo ni maníaco, solo se metía dosis masivas de crack.
“A veces quiero salir a comprar de todo y en otras solo quiero ver deportes, masturbarme y comer helado”.
Violó repetidas veces la libertad condicional por consumo de estupefacientes, entraba y salía de la prisión como si fuera el Waldorf Astoria; y sus amistades leían la prensa para confirmar que –¡por dicha!– no salía en los obituarios.

A pesar de sus esfuerzos autodestructivos la gema roja de la realidad le confirió el poder de materializar sus sueños y realizar lo imposible; eso sí, gracias a su carisma, melancolía y socarrona sensibilidad.
Frases de lata
Extraño amor. “Cuando mi padre y yo nos drogábamos juntos era como si él tratase de expresar su amor de la única forma que sabía”.
Secreto carcelario. “Jamás contaré las peores cosas que me ocurrieron en la prisión”.
Recuerdos suicidas. “Siento que tengo una escopeta en la boca, el dedo en el gatillo y me gusta el sabor de ese metal”.