Los carnavales también son nostalgia, y este es el corazón del recuerdo. Hay una peluquería junto al Black Star Line que fue casa del papá del carnaval, Alfred Henry Smith, o míster King, para los amigos.
En las paredes de la barber shop cuelgan fotos de míster King, de cuando los carnavales vieron sus mejores días. También hay un afiche polvoso con la imagen de Marcus Garvey (1887-1940), el empresario naviero jamaiquino que, con su flota Black Star Line, prometió un futuro mejor para los afroamericanos del continente. Lo dicho: esta es la casa de la nostalgia.
El negocio ahora es de Vernor Gardner, un barbero de 33 años a quien encontramos, con una precisión de cirujano, dando los últimos toques a la cabeza de Jeevan McCarthy, de seis años.
Vernor cuenta que él empezó a cortar cabello cuando tenía 18, en el corredor de su casa. A oídos de King había llegado la noticia del muchacho peluquero, y alguien alguna vez le recomendó contratarlo como ayudante.

“¿Está loco? Un muchacho me despedazaría la barbería”, recuerda Vernor que habría dicho King. “Y ya ve, mire donde terminé”, agrega Vernor, quien incluso usa una camisa blanca que perteneció al viejo peluquero.
McCarthy no se salva de la melancolía. Él mismo fue “galletero” (tocaba el redoblante) para la comparsa de Los Brasileiros. Desde la pared nos mira Mr. King, en una imagen lavada por el tiempo y que lo muestra durante la coronación de alguna reina del carnaval. Desde una tableta digital, Vernor muestra otra ventana al pasado: un video con tomas de algún carnaval en 1986.
“Uno compara el carnaval de antes con el de ahora, y a uno le da nostalgia”, agrega.
Belleza negra
Sin embargo, la cultura del carnaval sigue viva.
A unas cuadras de la barbería, en una casa del barrio Roosevelt, vive Clara Swarton, la “mamá de las trenzas”. Su destreza para domar con líneas perfectas el cabello de las limonenses está íntimamente ligada con el carnaval.
Doña Clara tiene 80 años, 11 hijos, 32 nietos y 31 bisnietos. Empezó a peinar en la edición de la fiesta de 1967.
Lo suyo es un trabajo de artesanía que las limonenses usan en la cabeza. Dice que cuando empezó a cobrar por ese talento pedía ¢150. Hoy, ese esfuerzo de precisión y paciencia se cobra a ¢10.000.
En fechas sin brillo, una vez perdida se acerca una cliente a casa de doña Clara; pero cuando llegaba el carnaval, la peinadora cuenta que solía trabajar hasta con 12 cabezas diarias.

“Más que eso no se puede hacer”, cuenta la octogenaria, quien explica que se tarda alrededor de una hora en cada cabeza.
Una lesión en un brazo le impedirá trabajar durante este carnaval; no obstante, dice que ya ha pasado la tradición del peinado a cuatro nietas que “ya saben peinar mejor que yo”.
Doña Clara sienta frente a sí a Latrisha Goldburn, su bisnieta, para mostrarnos cómo se hacen los caminos de trenzas sobre la cabeza de la niña, cuál es su pelo y cuáles son las extensiones.
Delroy Barton, uno de los mayores divulgadores de la cultura afrocostarricense, opina que el carnaval debería ser una ventana a la cultura de Limón, “porque todavía existe la comida, el peinado, la repostería, las comparsas; pero la fiesta ha perdido el fuelle de lo cultural y se ha vuelto un evento más comercial”.
Doña Clara es una prueba de que la autenticidad limonense sigue viva, pero hace falta que su fiesta le vuelva a hacer justicia.