Últimamente me ha dado por pensar en ellos. Los tengo presentes. Ejercito la imaginación para tratar de ponerles nombres, rostros, voces, domicilios, edades, necesidades, sueños, frustraciones. Sí, procuro verlos como los seres humanos que son; no como masa, tropel o cifra, pues cuando miramos así es fácil hacer invisibles, abstractos o distantes a los demás (muy cómodo, pero injusto).
Me refiero a aquellos aficionados que nunca han puesto un pie en algún estadio para ver un partido de fútbol; no por falta de tiempo o interés, sino porque el dinero no les alcanza, mucho menos les sobra, para darse el gusto de vivir la experiencia festiva de las graderías. Gente trabajadora cuyos ingresos apenas dan para comer, vestir a duras penas, “estrenar” zapatos de segunda, comprarle algún dulce a los güilas.
No les queda más que conformarse con las transmisiones de los juegos por radio o televisión, pues pagar tan siquiera por una entrada del sector popular (la más barata) es un lujo para ellos. Lo que para muchos, en cuenta yo, es una actividad de esparcimiento y desahogo absolutamente normal, parte de la rutina de fin de semana, para otros es un deseo insatisfecho. Cierto, ir al estadio no es una necesidad básica, pero todo el mundo debería tener derecho y acceso a un momento de recreación cuyo precio, al menos en teoría, no está pegado al cielo para gran cantidad de fanáticos; no estoy hablando de viajar a España para ver el clásico Real Madrid-Barcelona, sino de la compra de un boleto por el que hay que pagar, en promedio, ¢4.000.
Abordo este tema porque el lunes de esta semana escuché a dos pasajeros del bus de El Carmen de Guadalupe conversando sobre fútbol en el último asiento del camión. De pronto uno de ellos, un hombre de unos 65 años, dijo: “Vos sabés que yo nunca he ido al estadio, no conozco ninguno. Es que siempre he sido pobre; o como o voy al estadio”.
Escuchar eso me dolió. Aún más cuando el mismo hombre le preguntó a su interlocutor: “¿Es bonito ir al estadio?” Respuesta: “Se vacila mucho. Es un carnaval”. Y luego: “En la de menos algún día se me hace”.
Desde entonces pienso en ellos. Los tengo presentes. Confieso, con pena, que nunca se me había ocurrido pensar en esos aficionados que nunca han puesto un pie en algún estadio para ver un partido de fútbol; no por falta de tiempo o interés, sino porque quizá no tuvieron las mismas oportunidades de quienes solemos sentarnos en las graderías o butacas.