Johannesburgo. El estadio Soccer City se levanta en medio de un terreno polvoriento del distrito de Soweto. A solo dos kilómetros de esa mole donde España y Holanda disputaron ayer el título, está uno de los anillos de pobreza más crudos de Sudáfrica.
Soweto es la suma de muchas urbanizaciones de clase media, baja y bajísima. Los más afortunados viven entre paredes de ladrillo; a partir de ahí la arquitectura se va degradando hasta llegar a los ranchos de latas de zinc.
Ahí viven cerca de tres millones de personas, un tercio de toda Johannesburgo. De este distrito nacieron las violentas protestas de 1976, cuando la minoría blanca en el poder quiso imponer la enseñanza obligatoria en lengua afrikáans para los niños negros, como una forma de desculturizarlos.
Fue uno de los grandes polos de la lucha contra el Apartheid. Hoy Soweto es uno de los sitios más peligrosos de este país, por su elevado índice de criminalidad.
El sábado fuimos de visita, en compañía de los colegas Cristian Sandoval de Columbia y Adrián Barboza de Deportes Actual . También iba Mattheu, nuestro conductor de taxi, quien además sirvió de guía para recomendar cuáles barrios eran un poco más seguros.
Como decíamos, a la entrada están las viviendas más acomodadas. Entre más avanza uno, más aumentan las carencias. Llegamos hasta una cancha de futbol, por llamarla de alguna manera, una explanada a la orilla de un riachuelo donde niños menores de 13 años disputaban un partido.
Lo recomendable era no llevar ningún objeto de valor, pero queríamos tomar fotografías. Decidimos que, los cuatro juntos, incluyendo un lugareño, podíamos salir de ahí a salvo. El asunto era no despegarse nunca del grupo.
Nos tranquilizaron dos cosas: la actitud serena de Matthew el chofer y una patrulla que pasó dando vueltas dos o tres veces. No sé cómo reaccionará un taxista en San José si periodistas de otro país le piden meterse a un barrio conflictivo, de esos donde ya ni los camiones distribuidores ingresan y hasta la policía tiene que entrar con custodia.
Aquí pudimos ver algunas caras de la otra Sudáfrica. Maput, un joven de 18 años, nos contó que no sabe leer ni escribir ni tiene trabajo. Vive con sus papás, que también son desempleados, y con su hijo de año y medio. La mamá de este niño desapareció.
“Quiero jugar futbol”, dijo Maput muy sonriente. Según le entendimos, ese es su proyecto de vida. No tiene más aspiraciones. Pero con 18 años, es difícil que sea un talento sin descubrir.
Los ranchos de latas se ven en muchos países, incluyendo Costa Rica. Son las chabolas de Venezuela o las favelas de Brasil. La pobreza tiene un rostro universal. Soweto es algo diferente por sus dimensiones: una ciudadela del tamaño de todo San José.
Maselele tiene 25 años y ya cría tres niños, uno de ocho, otro de tres y la menorcita de año y medio, que no se le despega a la mamá. Ella sola se las tiene que apañar para ver cómo lleva comida a la casa. Es una mujer valiente, que no tiene ilusiones de largo plazo: su mundo consiste en subsistir un día tras otro.
Antes de salir, les regalamos golosinas a unos niños. Hubo que poner orden, porque la fila se salía de control. Uno de ellos, muy educado, era un pequeñín de cinco años y ojos saltones, que esperó su turno disciplinadamente. Vive en medio de la miseria más cruel pero no estaba triste, porque tenía un paquete de galletas en la mano y una bola para jugar futbol con sus amigos. Dijo gracias en inglés, dio media vuelta y se fue corriendo en medio de la polvareda.