En una grabación, en un disco antiguo, se escucha la voz de un hombre que cuenta cómo va su día, pregunta por su familia y termina con un “buenas noches”.
Es una “carta”, la narración de una carta, en todo caso, de un soldado estadounidense que se grabó el 14 de julio de 1944 y luego envió el disco a la novia. El soldado falleció en el 2005 y su esposa, destinataria de esta grabación, poco tiempo después.
Walter —el nombre del soldado, según la investigación de Thomas Levin, profesor en Princeton— ya no está entre nosotros, pero su voz sí. La suya, como la de tantos, viaja en el tiempo hasta nosotros. Son mensajes nítidos, voces del ayer que siguen con nosotros.
Me da pie para hablar de algo tan sencillo para la técnica actual y a lo que estamos acostumbrados, como lo es enviar y recibir mensajes de voz, mensajes ordinarios que serán dentro de poco tiempo tesoros que se quedarán en nuestros teléfonos.
Cuando tenía nueve años, murió mi abuela materna. Por más que me esfuerzo por recordar el timbre de su voz, es siempre una memoria distorsionada. Todavía recuerdo el olor de los polvos de maquillaje de una marca española con una bailadora de flamenco en el logo, pero su voz ya no está y no tengo cómo recordarla.
La voz tiene el poder de evocar tanto a la persona como su temperamento y una fuerza vital irrepetible. El grupo de WhatsApp de mi familia, como el de muchos, es una colección de memes, fotos y notas de voz… con frecuencia, en exceso.
Hace un tiempo me quejé de que en lugar de contestar por escrito, mi mamá, habitualmente, envía mensajes de voz. Luego reflexioné de lo dichoso que soy, porque tengo un tesoro, una colección de voces que están conmigo en este momento y seguiré escuchando cuando ya no estén: las de mis papás, felicitándome por un éxito profesional; la de mis tías, bendiciéndome en oraciones que no tienen fecha de expiración; las de mis amigos, contando un recuerdo gracioso o cantando una canción.
Las grabaciones de voz más antiguas, como la del soldado Walter, son de 1850, y un siglo después la tecnología se simplificó para que todo público pudiera comprar equipos de grabación sencillos… un poder insólito.
En la década de los veinte del siglo pasado, era posible enviar fonopostales en Estados Unidos y otros países, una especie de cartas grabadas y que se acostumbraban en momentos especiales.
Desconozco si algún lector posee uno de estos discos. Pienso con cierto temor que mi voz, al igual que estas letras, quedarán atrapadas en el tiempo. La misma consideración de estas voces “del más allá” nos hacen pensar en las voces “del más acá”, que seguimos escuchando porque es gente que está todavía con nosotros, a quienes no hace falta echar de menos, pero que tan pocas veces buscamos.
En una entrevista, una médium estadounidense, “dedicada a llevar y traer mensajes de seres queridos fallecidos”, dijo que quienes más la buscan son aquellos que “de un lado y del otro” se quedaron sin decir asuntos importantes, palabras de agradecimiento y amor, o disculpas que nunca se atrevieron a pronunciar.
Necesitamos redescubrir la significación de escucharnos y decirnos lo importante, lo inaplazable.
El autor es internacionalista.