Algunos lo llaman Cumbre Vieja; otros, simplemente, volcán de La Palma, como si fuera uno de los impronunciables nombres de los volcanes de Islandia.
Todavía no le han dado un nombre oficial a este hijo del amor entre el fuego y la mar, monte humeante que surgió de pronto, como su similar mexicano Paricutín, en febrero de 1943, al que Dionisio Pulido vio alzarse en su milpa.
Así, el volcán de La Palma se presentó de pronto, casi sin aviso, tras una serie de tremores de parto dentro de una vaguada cualquiera en el flanco oeste del complejo macizo volcánico de Cumbre Vieja.
Las coladas de lava emergieron del inframundo canario y, luego de su destructivo recorrido, cayeron a la mar océana, la misma que vio partir hace 500 y tantos años a los conquistadores españoles hacia las Américas, hacia una tierra paradójica y circunstancialmente plagada de volcanes.
La España marinera dio con una tierra nueva, volcánica, viva, joven, caliente, lávica y sísmica. Y, con la lógica del contexto de la época, se les dio nombres cristianos a volcanes, pueblos y ciudades fundadas sobre los derruidos cimientos de culturas prehispánicas, por mucho, más culturas que sus similares de la Europa de sus contemporáneos.
Surgieron en nuestro territorio Santiagos, Santas Marías, Granadas, Leones, Zaragozas y toda suerte de nombres del santoral de la época. Nos dieron desde la madre patria una toponimia digna de nuestro ya inevitable destino hispánico.
Tenemos mucha historia en común con islas Canarias, con el compartido amor por lo marinero, con las palmas y bananos, con las playas y el calor, con nuestra heredada lengua.
La Centroamérica volcánica es como La Palma: coladas de lava cubren cual sangre —primero como rojos flujos y luego negras igneorragias— las laderas del flanco norte del volcán San Salvador, las del San Miguel, las del cerro Negro. Las fluidas coladas de Nindirí brotaron del volcán Masaya y las lavas del Momotombo, ambas testigos de los primeros conquistadores en el siglo XVI.
¿Y qué decir de las medio ocultas fajanas del Mombacho, sumergidas y apenas visibles sobre las aguas del Cocibolca y que forman las isletas, irónicamente, de Granada? ¿Qué más imagen y semejanza que la toponimia de nuestras ambas Granadas?
Nos une con La Palma una historia reciente, la volcánica suerte y origen de las dos tierras, la cubana omnipresencia en ambas tierras y la toponimia que nos dieron como herencia aquellos que, de buena monta, vinieron de La Palma y luego regresaron a ella.
También, y mucho más relevante, es el común origen geológico del archipiélago canario y del archipiélago de Hawái. Ambos comparten su ígneo origen, ambos son producto del desplazamiento de la corteza oceánica sobre puntos calientes, y, así, las islas de La Palma y de Hawái son las más nuevas, las más jóvenes hijas de ese peregrinar tectónico, basáltico, olivínico de la corteza oceánica sobre ígneos puntos donde se derraman magmas profundos que crecen, suben del fondo marino hasta que sobresalen del mar y dan origen a estas islas, a estas nuevas tierras que cada cierto tiempo, como ahora, nos regala la madre tierra, como si islas Canarias, las islas de Hawái o las fajanas de La Palma fueran una especie de disculpa o retribución por sangrar de vez en cuando, como toda madre lo hace.
La erupción tan americana del volcán de la Palma nos da una inesperada oportunidad de devolver a España un poco de lo que nos dejaron durante la conquista de este edén en el que Dios pensó cuando hizo a América, cuando hizo a la Nueva España, a la que sabe a caña, tabaco y ron.
Tengo la oportunidad de someter a la consideración de nuestros sufridos hermanos canarios un nombre con sufijo americano para su volcán.
Planteo, entonces, a mis colegas geólogos palmeros, quienes conocen a fondo los volcanes de América y sus lenguas nativas, los nombre de volcán Palmateptl, Palmaixcanul o Palmacatán.
Pero si estos fueran demasiado centroamericanos, sugiero también Maunapalma, Palmahuea o Palmaloa, con los cuales bautizar a ese hijo de la tierra y de la mar, que surgió de pronto en una pobre vaguada a la sombra innominada del volcán de Cumbre Vieja.
El autor es geólogo.