La democracia, para ser efectiva, ha de ser solidaria y ha de ser un ejercicio de reciprocidad, una construcción colectiva en donde cada quien actúa como vigía de los derechos propios y ajenos. La democracia demanda el concurso de todos y demanda, además, la defensa de todos.
Para proteger a un dictador existe la guardia pretoriana. Para proteger la democracia existe la condición de ciudadano. Todos somos centinelas de las victorias que con tanto esfuerzo hemos alcanzado en nuestro camino hacia sistemas de gobierno más justos, más humanos y más capaces de liberar el potencial que encierra la vida. Las democracias no pueden defenderse en retrospectiva. Es en el momento mismo de la amenaza en donde hay que alzar la voz y denunciar, no importa cuán populares o impopulares sean los líderes en el poder. Luego, puede ser demasiado tarde.
El caso de Venezuela es, por supuesto, el más urgente y el más desgarrador, pero los problemas que revela deben ser una advertencia para toda la región. Hace menos de seis meses, Daniel Ortega ganó su tercer mandato consecutivo al frente del gobierno de Nicaragua, incluyendo sin empacho a su esposa en la papeleta, con el favor del Tribunal Electoral y la descalificación fementida de la oposición en plena contienda.
En Bolivia, Evo Morales ha anunciado su intención de perseguir un cuarto mandato consecutivo. Hay casos en América Latina que logran la combinación explosiva de un Estado débil y atrofiado con la figura de un Ejecutivo que concentra el poder y abusa de él.
Yo fui testigo del triunfo de la Revolución Sandinista y del aluvión de esperanza que desató en el hermano pueblo de Nicaragua. Unos años después, lideré el proceso de negociación que culminó con la firma de la paz en Centroamérica. Y mis ojos no pueden creer que todo aquello haya desembocado en la pantomima de hoy. No fue para esto que murió Sandino. No fue para esto que desfilaron los ataúdes en Jinotepe, en León y en Managua.
Democracias verdaderas. Tenemos una deuda pendiente con el pueblo nicaragüense y con los millones de latinoamericanos a quienes les prometimos una vida mejor con la transición a la democracia. Les debemos, primero, democracias verdaderas. No solo en las urnas, sino en las instituciones: en las cortes, en los servicios públicos, en los organismos electorales, en las contralorías públicas. Y les debemos, además, democracias eficaces, capaces de rendir frutos y de hacer más vivible la vida.
Ningún país está exento de retrocesos. Ningún país está vacunado contra el populismo y la demagogia. Debemos estar permanentemente alertas y apostar por los mecanismos que fortalecen el marco institucional. El futuro democrático de América Latina no depende solo de elegir a mejores líderes, sino de formar mejores instituciones, instituciones que fomenten el debate crítico y plural; instituciones que hagan valer la ley y el bien común sobre los intereses individuales y gremiales; instituciones que afirmen el sistema de pesos y contrapesos y que proscriban la injerencia militar en el gobierno civil; instituciones que destierren la corrupción y que hagan de la profesión política el mayor honor al que pueden aspirar las personas más capacitadas de la sociedad.
Aunque me he referido a temas latinoamericanos no puedo dejar pasar por alto lo que sucede en el país más poderoso de nuestro continente, los Estados Unidos de América. La anunciada construcción de un muro en la frontera sur de los Estados Unidos –y la alucinada pretensión de que México lo pague– es algo más que una bravuconada; algo más que un despilfarro y un despropósito diplomático: es, sobre todo, una inmoralidad, un fallo que denota la miopía y la amnesia de un gobierno empeñado en repetir los más oscuros episodios del pasado.
Bien decía Hegel que lo que nos enseña la historia es que no aprendemos nada de la historia. ¿Cuántas veces tenemos que pasar por esto? ¿Cuántas personas inocentes deberán toparse con muros de concreto y cercas alambradas para que entendamos que ningún obstáculo puede contener el hambre y la desesperación?
Fenómeno migratorio. Frente a la situación que actualmente enfrentan cientos de miles de latinoamericanos, en particular en el Triángulo Norte, criminalizar la migración es criminalizar la pobreza y es castigar el instinto de supervivencia de quienes huyen de la violencia y la falta de oportunidades.
Los migrantes centroamericanos quizás no reciban la categoría de “refugiados”, pero muy poco los distingue de quienes huyen de un conflicto armado. ¿Y qué decir de las familias de migrantes indocumentados que han hecho su vida en los Estados Unidos y que hoy temen ser separados por la fuerza y regresados a un lugar en el que ya no encuentran raíces?
Como siempre, el discurso en torno al muro se viste de ropajes de legitimidad. Pretende fundarse en consideraciones racionales y en la defensa de la seguridad nacional, pero hay que ser muy ingenuo o muy cínico para no entender que el presidente Trump está jugando con fuego, atizando el racismo y la xenofobia que han descarrilado a tantas sociedades a lo largo de los siglos.
Por si no ha quedado claro en los libros de historia, digámoslo con todas sus letras: el odio mata. Ningún líder que aliente, tolere o guarde silencio frente al odio puede cabalmente llamarse un líder democrático.
América Latina tiene un interés en mantener una relación constructiva con los Estados Unidos, pero tiene también una obligación moral de denunciar las retóricas y la prácticas agresivas. Es cierto que necesitamos más que palabras, pero necesitamos cuando menos palabras. Como mínimo, los líderes y formadores de opinión debemos levantar la voz y tomar partido del lado de la razón. Hoy eso nos coloca del lado del pueblo mexicano en la defensa de los principios que deben regir las relaciones entre países civilizados.
Política del buen vecino. Hace más de 80 años, Franklin Delano Roosevelt marcó un parteaguas al declarar la política del “buen vecino” hacia América Latina. Década tras década, con hitos y tropiezos, hemos construido una relación más cercana con los Estados Unidos. Una relación menos entrampada en el antagonismo y la desconfianza. Una relación que no gire únicamente sobre las asimetrías, sino también sobre las afinidades; que no se defina solo por el poderío, sino también por la capacidad para cooperar.
Hoy más que nunca debemos resguardar lo que con tanto esfuerzo hemos construido. Debemos defender esa relación ya no de buenos vecinos, sino de buenos amigos, de socios en la travesía histórica. Defendamos nuestra dignidad, pero sin volver a las trampas antiamericanistas. Alcemos la frente con orgullo, pero no alcemos los puños. Demostremos que podemos ser la parte más madura y la más inteligente en este trance que nos ha tocado enfrentar. Porque nos jugamos mucho en el riesgo de retroceso.
La relación que hemos construido con Estados Unidos se ha alimentado de inmensos sacrificios. De la visión de nuestros fundadores y nuestros próceres, de la sangre de nuestros civiles y nuestros soldados, del sudor de nuestros trabajadores, de la paciencia de nuestros diplomáticos.
No le entreguemos a un narcisista el poder de revertir el caudal de los años. Decía Octavio Paz que “América no es tanto una tradición que continuar como un futuro que realizar”. Mantengamos los ojos ahí, en ese futuro. Ahí nos esperan los sueños compartidos. Ahí nos espera una América Latina más justa, más libre y más democrática. Y ahí nos espera, también, un continente americano más unido y más solidario.
El autor fue presidente de la República de 1986 a 1990 y del 2006 al 2010.