Muchos años después recordaremos, con dolor, el día en que pudimos haber asumido un sano sentido de urgencia. No es ya, pero cuando aparezcan estas reflexiones, estarán probablemente desactualizados los recientes capítulos de la última novela pública por entregas. Con seguridad vendrán, entre dimes y diretes, nuevos sainetes políticos. Lo otro, en cambio, lo realmente urgente, sigue postergado a las calendas griegas.
El día de la comparecencia de actores públicos en la Asamblea Legislativa, quedé descorazonada porque, relegada como noticia de segunda importancia, se anunciaba, como si nada, que la empresa Fitch Ratings degradó a “negativo” el riesgo de la deuda pública costarricense. Fue una gota más de desaliento, que se sumaba al criterio expresado desde hacía algunos meses por Moody’s, en su calificación del país. La noticia, motivo de alerta nacional, sigue en segundo plano en la vida pública. Fue más bien nueva ocasión de pañitos tibios. Nuestro sentido de prioridades está trastocado.
Descrédito. Para algunos, la descalificación de Fitch “no cambia nada” porque solo confirma la apreciación anterior de Moody’s. “Los mercados ya habían tomado en consideración nuestro descrédito” –se consuelan otros–, sin distinguir siquiera la diferencia entre un criterio que pudo haber sido contrarrestado con energía y una nueva calificación que confirma lo mal que estamos, como juicio cada vez más generalizado.
En efecto, la incapacidad política de revertir la tendencia negativa de nuestras condiciones económicas ya no es noticia, pero sigue siendo muy triste. Es cosa vieja la ausencia de un liderazgo capaz de unificar voluntades con un sentido de urgencia que nunca llega. Vieja y lamentable. También es asunto familiar dar vueltas alrededor del mismo punto, sin avanzar un palmo. Que lo diga nuestro anunciado futuro “nuevo” sistema de compras públicas, que después de meses de “consultas” sin fin y polémicas de dudosa racionalidad, cuando finalmente se aplique el Sistema Integrado de Compras Públicas (Sicop), con nuevo nombre habrá migrado a Racsa, como administrador, el mismo sistema Mer-link y estaremos, entonces, exactamente en el mismo lugar en el que nos encontrábamos en el 2013, a finales de la administración pasada. ¡Cuánto desgaste para quedar igual! Que eso tampoco sea noticia, no lo hace menos lamentable.
Y ¿el arroz? ¡Ay, el arroz! Mejor no entro a eso. Desde hace 20 años se ponen en las mismas redes sardinas y tiburones, con concesiones para promover una competitividad del sector que nunca llega. Se dijo antes que eran temporales, ¿hasta cuándo? Ahora se nos dice lo mismo. ¡Vaya cambio! ¡Qué desolación! Se podrían tomar todas las declaraciones “oficiales” de los últimos 20 años y tendrían la misma tonada. Mal bolero, con machacona monotonía, las políticas públicas proteccionistas de las grandes compañías arroceras benefician a quienes menos lo necesitan y perjudican a los más pobres.
Reforma fiscal. Pero la emergencia crónica más endémica y desatendida es la fiscal. La administración Pacheco quiso hacer un tiangue político: TLC contra reforma fiscal. No lo logró. La administración Arias se resignó a “no poder”. La administración Chinchilla comenzó diciendo que no era necesaria (¡Señor!) y echó al traste reformas posibles, aunque modestas; sin embargo, tuvo el tardío valor de “descubrir” la seriedad del problema e intentó una reforma audaz que, de nuevo, quedó en nada. Se topó de frente con la ineficiencia legislativa y fue detenida por la Sala Constitucional. En las postrimerías, convocó una consulta ciudadana profunda sobre los temas hacendarios, pero el nuevo gobierno venía a hacer tabla rasa. Comenzó, como la anterior, prometiendo no tocar impuestos hasta demostrar su capacidad de control del gasto. Ahora nos “sorprende” un déjà vu: un gasto mayor que nunca, un déficit fiscal récord, como no se veía desde 1980, y un tímido reconocimiento de la importancia de nuevos impuestos. Se nos anuncia una reforma que, en lo esencial, es la misma de doña Laura y don Ottón. ¡Peripatética historia!
Pero lo más grave, según mi criterio, es llegar a un punto de peligro pandémico que nos imponga el tema fiscal solo como remedio contable: ingresos para cubrir gastos. Lejos estará, entonces, la creatividad fiscal para promover la competitividad ofreciendo primas a quienes invierten, favoreciendo a los que crean empleos, fomentando emprendimientos, fortaleciendo encadenamientos e impulsando la innovación.
Fisco como herramienta. Desde las alturas de La Paz, en Bolivia, pudo conversar nuestro presidente con los mandatarios de Uruguay, Brasil y Chile. Ellos, ojalá le hayan contado cómo en esos países existen políticas productivas que usan el instrumento fiscal como punta de lanza de promoción del empleo, la inversión, la innovación y la equidad.
La Hacienda Pública es poderosa herramienta para que los beneficios fiscales lleguen a quienes realmente los necesitan: los más pobres, en el consumo; los más innovadores y quienes asumen más riesgos, en la producción. Por eso, también se habrá enterado de que en esos lares se usa el fisco para contrarrestar brechas sociales, mediante la disminución de impuestos indirectos y favoreciendo impuestos progresivos donde paga más quien más tiene. Nuestra inercia nos hace, por eso, cada vez más desiguales.
Estamos políticamente enfermos. Es la verdad. Es hora de acentuar lo mal que estamos y no de tranquilizarnos con el “cuentico ” de que la enfermedad todavía no es terminal. Precisamente, la descalificación de Moody’s, antes, y de Fitch, ahora, porque barremos debajo de la alfombra, es un diagnóstico expresamente político y un juicio al descrédito de nuestra clase política, a su incapacidad de llegar a consensos y a su esterilidad en medio de la prosopopeya.
Sin un correcto sentido de urgencia, el sentido de las prioridades está atrofiado. Después, cuando estallan las crisis, la desesperación es la peor consejera. No es arriesgado pensar que podemos caer en manos de curanderos, con pomadas canarias, de fácil venta sin receta. Pero ahí estamos, tranquilizando al pueblo, deshojando margaritas y bailando polca: un pasito para adelante, un pasote para atrás, volviendo siempre al mismo lugar de donde salimos. ¡Ah, Julio, ya no hay quien!