NUEVA YORK – El derramamiento de sangre actual en Siria no solo es, con mucha diferencia, el mayor desastre en materia de asuntos humanitarios hasta ahora, sino también uno de sus más graves riesgos geopolíticos y la actitud actual de los Estados Unidos –una guerra en dos frentes contra el Estado Islámico y el régimen del presidente Bashar al-Asad– ha fracasado muy lamentablemente.
La solución para la crisis de Siria, incluida la de los refugiados en aumento en Europa, debe hacerse por mediación del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
Las raíces de la estrategia de los Estados Unidos en Siria estriban en una extraña –y fallida– unión de dos veneros de la política exterior americana. Uno comprende el sistema de seguridad de los Estados Unidos, incluido el Ejército, los organismos encargados de los servicios de inteligencia y sus fervorosos partidarios en el Congreso.
El otro surge de la comunidad de los derechos humanos. Su peculiar fusión ha sido evidente en muchas guerras recientes de los Estados Unidos en Oriente Medio y en África. Lamentablemente, los resultados han sido constantemente devastadores.
El sistema de seguridad se basa en la dependencia –ya de antiguo– por parte de las autoridades de los Estados Unidos de la fuerza militar y las operaciones encubiertas para derribar regímenes considerados perjudiciales para los intereses americanos.
Desde 1953, el derrocamiento del gobierno democráticamente elegido de Mohammad Mossadegh en el Irán y el “otro 11 de setiembre” (el golpe militar, respaldado por los EE. UU., en 1973 contra el presidente Salvador Allende, democráticamente elegido) hasta los casos del Afganistán, el Irak, Libia y ahora Siria, el cambio de regímenes ha sido desde hace mucho algo aceptado en el sistema de seguridad de los Estados Unidos.
Al mismo tiempo, algunos sectores de la comunidad de los derechos humanos han respaldado recientes intervenciones del Ejército estadounidense basándose en el “deber de proteger”. Esa doctrina, aprobada unánimemente por la Asamblea General de la ONU en el 2005, sostiene que la comunidad internacional está obligada a intervenir para proteger a la población civil sometida a un ataque en masa por su propio Gobierno.
Ante la brutalidad de Sadam Husein, Muamar al Gadafi y Asad, algunos defensores de los derechos humanos hicieron causa común con la clase dirigente de la seguridad de los Estados Unidos mientras que China, Rusia y otros han sostenido que el “deber de proteger” ha pasado a ser un pretexto para el cambio de regímenes por parte de los Estados Unidos.
El problema –como los defensores de los derechos humanos deberían haber advertido hace mucho tiempo– es que el modelo de cambio de regímenes propio de la clase dirigente del sistema de seguridad de los Estados Unidos no funciona.
Lo que parece ser una “solución rápida” para proteger a las poblaciones locales y los intereses de los Estados Unidos con frecuencia acaba en el caos, la anarquía, la guerra civil y cada vez más crisis en materia de asuntos humanitarios, como ha ocurrido en el Afganistán, el Irak, Libia y ahora Siria.
Los riesgos de fracaso se multiplican dondequiera que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en conjunto no respalde el componente militar de la intervención.
También se puede hacer remontar la intervención de los Estados Unidos en Siria a las decisiones adoptadas por la clase dirigente del sistema de seguridad hace un cuarto de siglo para derribar los regímenes de Oriente Medio respaldados por los soviéticos. Como el entonces secretario de Defensa Paul Wolfowitz explicó al general Wesley Clark en 1991: “Nos hemos dado cuenta de que podemos intervenir militarmente en esa región con impunidad, porque los soviéticos no harán nada para detenernos. (Disponemos) de entre cinco y diez años para eliminar esos regímenes ‘substitutivos’ –en el Irak, Siria y los demás– antes de que aparezca la próxima superpotencia (China) para desafiarnos en esa región”.
Cuando al-Qaeda atacó a los Estados Unidos el 11 de setiembre del 2001, la clase dirigente del sistema de seguridad lo utilizó como pretexto para lanzar su guerra, durante mucho tiempo deseada, para derribar a Sadam.
Cuando un decenio después estalló la Primavera Árabe, la clase dirigente del sistema de seguridad de los Estados Unidos consideró la repentina vulnerabilidad de los regímenes de Gadafi y Asad una oportunidad similar para instalar nuevos regímenes en Libia y Siria. Esa era la teoría, en cualquier caso.
En cuanto a Siria, los aliados regionales de los Estados Unidos también dijeron al Gobierno del presidente Barack Obama que se lanzara contra Asad. Arabia Saudí quería que Asad desapareciera para debilitar un Estado clientelar del Irán, el rival principal del reino saudí, con miras a la consecución de la primacía regional.
Israel quería que Asad desapareciera para debilitar las líneas de suministro del Irán a Hezbolá en el Líbano meridional y Turquía quería que desapareciera Asad para ampliar su alcance estratégico y estabilizar su frontera meridional.
La comunidad humanitaria se unió al coro en pro del cambio de régimen cuando Asad reaccionó ante la demanda por parte de los manifestantes de la Primavera Árabe de una liberalización política desencadenando el Ejército y los paramilitares.
Desde marzo hasta agosto del 2011, las fuerzas de Asad mataron a unas 2.000 personas. En aquel momento, Obama declaró que Asad debía “marcharse”.
No sabemos la amplitud exacta de las acciones posteriores de los Estados Unidos en Siria. En el nivel diplomático, los Estados Unidos organizaron los Amigos de Siria, principalmente países occidentales y aliados de Oriente Medio comprometidos con el derrocamiento de Asad.
La CIA comenzó a colaborar encubiertamente con Turquía para canalizar armas, financiación y apoyo no letal al llamado Ejército Sirio Libre y otros grupos insurgentes que actuaban para derribar a Asad.
Los resultados han sido un desastre sin paliativos. Mientras que de marzo a agosto del 2011 fueron muertas unas 500 personas al mes, unos 100.000 civiles –unos 3.200 al mes– murieron entre setiembre del 2011 y abril del 2015, cuando el número total de muertos, incluidos los combatientes, llegaron a ser tal vez 310.000, es decir, 10.000 al mes, y, con la capitalización por el Estado Islámico y otros brutales grupos extremistas de la anarquía creada por la guerra civil, una perspectiva de paz resulta más lejana que nunca.
La intervención militar encabezada o respaldada por los Estados Unidos en el Afganistán, el Irak o Libia ha producido desastres similares. Una cosa es derribar un régimen y otra muy distinta sustituirlo por un gobierno estable y legítimo.
Si los Estados Unidos quieren obtener resultados mejores, deben dejar de actuar por su cuenta. Los Estados Unidos no pueden imponer su voluntad unilateralmente e intentar hacerlo no ha dado otro resultado que el de alinear a otros países potentes, incluidas Rusia y China, contra ellos.
Como los Estados Unidos, Rusia tiene un gran interés en la estabilidad de Siria y en la derrota del Estado Islámico, pero no le interesa permitir que los Estados Unidos instalen regímenes de su gusto en Siria y en otras partes de esa región.
Esa es la razón por la que han fracasado todas las gestiones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para forjar una posición común sobre Siria.
Pero se puede –y se debe– intentar de nuevo recurrir a la vía de la ONU. El pacto nuclear entre el Irán y los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad (los Estados Unidos, Francia, Rusia y el Reino Unido), más Alemania, acaba de dar una demostración poderosa de la capacidad del Consejo para dirigir.
También puede hacerlo en Siria, si los Estados Unidos abandonan su exigencia unilateral del cambio de régimen y cooperan con el resto del Consejo, incluidas China y Rusia, con miras a un planteamiento común.
En Siria, solo el multilateralismo puede triunfar. Las Naciones Unidas siguen siendo la mayor –y, de hecho, la única– esperanza del mundo para detener el derramamiento de sangre siria y poner fin al aluvión de refugiados hacia Europa.
Jeffrey D. Sachs es profesor de Desarrollo Sostenible y de Política y Gestión de la Salud y director del Instituto de la Tierra en la Universidad de Columbia. También es asesor especial del secretario general de las Naciones Unidas sobre los Objetivos de Desarrollo del Milenio. © Project Syndicate 1995–2015